La soledad volvió del brazo de aquel hombre que caminaba solo entre la gente. Era la misma soledad del marinero, o del enterrador, o del que un día conoció la muerte anaranjada. Ahora comprendo por qué, perdido en la distancia, devoraba la lluvia con su gesto cansado. Por qué se paseaba como un gato por las calles, sin reparar en las ofertas de la fruta, sin estrenar los buenos o los malos días, sin esconder en los buzones de los sueños cualquier escaparate.
Ahora comprendo por qué se iba arrastrando como un río entre la gente. Por qué me suplicaba una respuesta para el frío y una moneda sucia del bolsillo.
En su mirada azul atlántica había un calendario de nostalgias, el silencio del mar, las horas enfermas, el corazón abierto y empapado y el fósil de una lágrima sellada en la mejilla.
Nada volvió a ser como antes después de aquel encuentro inesperado. Yo me acerqué a la calle días después, como quien llega a un cuerpo o a un abismo. Y vi que algunos transeúntes paseaban su último catarro, otros desordenaban la basura donde olvidaron una vez su nombre, algunos se emborrachaban, intercambiaban sellos y recuerdos, trepaban a los árboles más altos, corrían de puntillas por los parques y los hospitales, miraban a aquel hombre de reojo, con pena o con desprecio.
Y fue entre la maraña de la gente cuando lo vi encogido en una esquina, sin ganas de vivir al mismo precio, sin ganas de inventar una caricia, sin ganas de morir como un enfermo después del frío de la noche.
Y ahora comprendo su desolación, en medio de las risas familiares, de los hombres de gris, del tráfico y las multas, de la prisa. Y ahora comprendo a aquel otro muchacho, y al de en frente y al que suplica en el umbral de las iglesias.
La soledad volvió del brazo de aquel hombre que, oculto en la vergüenza del más triste, trataba de escuchar en las baldosas el ruido de la vida o buscar el calor de una verdad, una sonrisa o el negro corazón de la esperanza hundida en el cemento.
Foto: Hipólito Martín
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