En estos primeros días de mayo en los que disfrutamos de una bonita primavera (de sol y de lluvia), me viene a la memoria el recuerdo de uno de los sucesos más terribles de la historia de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias negativas, que tardarán siglos en borrarse y desde luego, su recuerdo se mantendrá vivo para siempre en las generaciones venideras, no sólo porque aparezcan en los libros de historia, sino también por la transmisión oral de una de las barbaries más vergonzosas protagonizadas por la conducta humana.
Con el final del conflicto también se liberaron a los supervivientes de los campos de concentración nazis por las tropas de los ejércitos de los países vencedores. A uno de esos campos fueron deportados más de 9.000 españoles que habían huido a Francia (como refugiados políticos) al final de la Guerra Civil española. Hombres y mujeres, ancianos y niños, soportaron los horrores más viles que un ser humano puede cometer (los que sobrevivieron, porque la mayoría pereció en aquél inmundo patíbulo del país austriaco bajo el yugo del poder de Hitler. Me refiero a los campos de concentración de Mauthausen, Dachau, Buchenwald y Ravensbrük. Confieso que el último libro que he leído sobre el tema, Los últimos españoles de Mauthausen del periodista Carlos Hernández, me ha sobrecogido de manera especial (he llorado de rabia e indignación en muchos momentos) como ninguna lectura que recuerde, al menos en los últimos años y, como toda gente de bien, me he preguntado sin cesar cómo es posible que el ser humano, dotado de razón, inteligencia y voluntad, pueda tratar así a sus semejantes. Según el autor, de los 9.328 españoles deportados, 5.185 murieron, 3.809 sobrevivieron y 334 desaparecieron. En las casi 600 páginas se narran torturas inimaginables que terminaban en la mayoría de los casos en la cámara de gas, el tiro en la nuca, los suicidios tirándose a las vallas electrificadas o las inyecciones de gasolina en el corazón, cuando no experimentaban fármacos y sustancias corrosivas en los cuerpos de las víctimas a las que utilizaban como cobayas en las enfermerías. A esto hay que unirle las gélidas temperaturas invernales (de hasta 30 grados bajo cero) y las pésimas condiciones higiénicas, alimenticias y sanitarias.
Estos españoles (entre los que se encontraban Antonio Machado y su madre, aunque murieron al poco de salir de España, en Colliure), ciudadanos demócratas fieles al régimen republicano, tuvieron que exiliarse para sobrevivir, aunque nunca hubieran pensado que en el país de la libertad, igualdad y fraternidad, en el centro de gravedad del respeto a los derechos fundamentales, iban a ser capturados por la Gestapo en colaboración de la Francia ocupada por los nazis y dirigida por el Mariscal Petain. Tampoco hubieran imaginado que los vencedores de la contienda española les abandonarían a su suerte y lo que todavía es peor, que el franquismo se desentendiera de ellos y fuera cómplice de los crueles e inhumanos castigos a los que fueron sometidos. Hay documentos, y el autor los aporta (por la correspondencia franquista que ha sido encontrada), en los que se acredita que las autoridades del Régimen pudieron evitarlo y devolverlos a España sanos y salvos, porque precisamente se ha conocido que algunos deportados abandonaron el campo gracias a la intervención del superministro, germanófilo y cuñadísimo de Franco, Serrano Súñer. Parece evidente, por tanto, que el gobierno español del momento tuvo una responsabilidad muy importante y no evitó que se cometieran aquellos horrores. Su inacción permitió ese ataque generalizado y sistemático contra parte de la sociedad civil española. Y lo más grave es que, una vez liberados, los supervivientes no pudieron volver a España hasta que se reinstauró el sistema democrático, más de treinta años después. Muchos de ellos fueron acogidos y condecorados en Francia.
En cambio, en España, ni fueron juzgados los responsables de los delitos de genocidio y lesa humanidad, como ocurrió en Alemania, ni las víctimas han sido homenajeadas como se merecen. Recordemos que, como decía el psiquiatra Castilla del Pino "el derecho a la memoria es el reconocimiento del derecho a ser recordado a los que se les negó esa posibilidad".
Quedan muy pocos supervivientes, algunos de ellos son ya centenarios y morirán con el agobiante peso de ese baldón ignominioso que les humilló y vejó para siempre. Se merecen el más cálido homenaje y el cariño y reconocimiento de todos.
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