Anochece. Doy una vuelta por la plaza. Entro en un café. Me siento en una mesa. Pido un té. Observo el entorno. Y como siempre, juego a inventarme historias sobre alguna de las personas que están a mi alrededor.
Tras los amplios ventanales del café, mi mirada se fija en un anciano. Su rostro, plagado de arrugas, está curtido por la vida. Sus ojos, ya empequeñecidos y legañosos, conservan una mirada inteligente, serena, pero muy triste. Tiembla. Su modesta ropa apenas puede abrigarle. Miro su mano que se extiende pidiendo una limosna. ¡Qué mano, Dios mío! Soberbia. Maravillosa. Grande, delgada, dedos larguísimos como de artista. No me encajan con la figura que he visto. Y pienso que le he observado muy a la ligera. E inicio un examen más profundo. Y reconozco en él un noble perfil, muy varonil, nariz larga, pelos en melena blancos como un almendro en flor.
Y comienzo a imaginar cómo pudo ser su vida. Le veo naciendo en una confortable casa burguesa de una ciudad de provincias. Infancia feliz de niño inquieto e inteligente. Por supuesto, entrada en la universidad?que a lo mejor dejó porque el arte le bullía muy dentro de él. Y le contaron que París no era sólo la ciudad del amor sino también la de los poetas, pintores, escritores, músicos? Y, seguro que cargado de ilusiones y juventud fue como tantos otros en busca de los grandes maestros y, por qué no, del éxito.
Y fueron pasando los años, día a día con sus respectivas noches hasta que se sumaron un montón de años. Se había instalado ya para siempre en la ciudad del Sena, en el barrio de Montmartre, bajo la sombra del Sacré Coeur. Y un día cualquiera se descubrió anciano y pobre, cansado ya de vivir. Y decidió volver a su vieja ciudad de provincias. Todo había cambiado. No conocía a nadie y nadie le conocía a él. Y se convirtió en un mendigo.