La frustración de nuestros jóvenes aspirantes a universitarios es noticia cada vez que se acercan a las pruebas de selectividad, y tienen que hacer sus cálculos para ver si pueden acceder a los estudios que desean?, luego llegará septiembre para los rezagados que encontrarán limitadas sus plazas como mucho a los estudios de humanidades. También habrá quien al estudiante brillante que sueñe con hacer carrera en los ámbitos filosóficos, humanísticos o clásicos, le tratará de convencer de la inutilidad e imprudencia de su opción.
Las humanidades, residuos del saber, dejados atrás por el futuro ejecutivo agresivo, alumno brillante que en junio saltará su carrera de obstáculos "con nota", eran ya objeto de desprecio por parte de muchos, pero con estos problemas de "ponderaciones" como circuitos cerrados, se convierten además en chivo expiatorio de los males del sistema educativo. Cada final de curso es lo mismo.
Está claro que las humanidades no se cotizan, son valores a la baja, objeto de saldo, liquidación de final de temporada. Retales para el estudiante pobre -¡pobre estudiante sin nota que no puede acceder a la ropa cara-carrera de marca!- .
Las humanidades fueron sedimentando a lo largo del tiempo en memoria acogedora y fértil de nuestra cultura, en depósitos de un saber precioso que trasciende el dato, lo proyecta, lo imagina, lo fecunda, haciéndolo narración o símbolo, valor estético o moral. Tan hermosas disciplinas como literatura, historia, lenguas clásicas, filosofía, se han tornado, sin embargo, residuos del saber para una sociedad calculadora y deshumanizada. Sociedad de olvido y desarraigo, que pesa y mide, pero no aprecia; que hace estadísticas y sondeos de opinión, pero no escucha, ni a los muertos, ni a los vivos.
¿No estaremos vendiendo nuestra primogenitura por un plato de lentejas como el viejo Esaú? Ante el hambre acuciante - hambre de notas, de dinero, de éxito, de poder-, el deseo - de belleza, de significado, de gracia-, se extingue. Nuestra sociedad vende las raíces y la memoria de la cultura que la identificaba, haciéndola sabedora del logos u orden del mundo (Grecia), adorante de la belleza invisible (Edad Media), gustadora de la armonía (Renacimiento), apasionada por la libertad (Ilustración).
Ya lo apunta sagazmente el conductista Skinner: las lenguas -y mucho más las clásicas, por supuesto- están plagadas de imprecisiones que generan infelicidad y confusión. Porque ¿a quien se le ocurre decir todavía que el sol sale , o que está enamorado, o que confía en la amistad de un tal? Con este lenguaje no hay sociedad que progrese. Más allá de la libertad y la dignidad, pymes, opas, taes, y demás galimatías triunfan por su precisión y competencia... La República, La ciudad del Sol y otras lindezas utópicas no pudieron encarnarse por su idealismo, por su aspiraciones sentimentales de gracia y virtud, por su primitivismo, en fin. Sin embargo Walden Dos está a punto de encontrar su topos propicio en nuestra sociedad. Basta eliminar las imprecisiones del lenguaje y todas aquellas disciplinas -humanidades- que las cultivan, con ello la tecnocracia perfecta está servida. Eso sí, hay que tener la mente lo bastante fría para entrar en el juego, absténganse los apasionados, los que todavía se dejan estremecer con La Odisea, o se han compadecido hasta las lágrimas con Las cuitas del joven Werther, aquellos a quienes se les pasan las horas muertas con un relato de historia entre las manos, o pretenden dilucidar con Descartes si los sentidos nos engañan siempre o sólo algunas veces. Esos soñadores no aspiren a "progresar". Tal vez pasen subterráneamente a través del vértigo del nuevo milenio a ser pasto fresco para algún joven indefenso e insatisfecho, que tuvo el gusto y la osadía de estudiar Literatura, por ejemplo...
Ilustración sobre La Odisea
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