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No maten los pájaros en primavera
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Por Aniano Gago, periodista y escritor

No maten los pájaros en primavera

Actualizado 02/05/2015

"Sé donde hay un nido, sé donde hay un nido, pero no os lo voy a decir", decíamos de niños en los años sesenta

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Antes de nada quiero pedir disculpas por haber sido de niño un empedernido depredador de pájaros. Y lo hago porque aunque han pasado muchos años aún tengo mala conciencia. Cada vez que recuerdo mi frenética lucha contra los gorriones, contra los tordos, contra las pegas, siento remordimiento.

En Cañizo de Campos los niños de los años cincuenta y sesenta del siglo XX teníamos entre otras diversiones el matar pájaros. Buscábamos con fruición sus nidos en abril y mayo y cuando los descubríamos en algún agujero, entre las tejas, escondidos entre las zarzas, o camuflados en las ramas de algún árbol, corríamos emocionados a contárselo a los amigos. "Sé donde hay un nido, sé donde hay un nido, pero no os lo voy a decir", decíamos con la satisfacción de un triunfo. Era un trofeo que había que disfrutar a solas, o en todo caso sólo con el amigo más íntimo.

Otras veces poníamos las pajareras donde los gorriones caían apresados en la trampa, incluso antes de que nos diera tiempo a tapar con tierra el engaño mortal y escondernos detrás de alguna esquina esperando ver cuando "picaban" los incautos. Los mejores momentos llegaban después de llover. Los inocentes gorrioncillos buscaban comida con prisa en medio de la calma que se producía después de las tormentas de verano, cuando la tierra olía a ozono. Los gorriones, pardales y pájaras, decíamos, se debían atontar por el hambre porque picaban el engaño, un trozo simple de pan, sin pensarlo dos veces y sin sospechar del metal.

Los niños que íbamos a la escuela y aprendíamos el catecismo de memoria, no hacíamos caso de las enseñanzas de Doña Aurea, la maestra, que nos quería alejar de aquellas prácticas y apostaba por "la bondad con todas las criaturas del cielo". Éramos crueles, pero es que entonces en el pueblo el amor a los animales y a la naturaleza no era una asignatura de prestigio. Los gorriones se comían las parvas de trigo y eso no se podía admitir. Eran, por tanto, enemigos de la familia.

Tenía necesidad de contar todo esto, por ese motivo he empezado pidiendo perdón. ¿Qué pensarán de nosotros, de los niños de hace cuarenta o cincuenta años, los de ahora, las nuevas generaciones?. Ahora que se protege a casi todo ser viviente, y que la sociedad cada día está más comprometida con la ecología y el medio ambiente, yo quiero entonar un mea culpa y lamentar mi escasa sensibilidad en esta materia cuando era niño, dispuesto siempre a callar y, por tanto, ser cómplice, cuando los mayores ataban latas en los testículos a los perros y los azuzaban para que corrieran. Los pobres perros se volvían locos con el ruido y el dolor. Yo lo recuerdo como algo espeluznante. Era una maldad increíble, y me arrepiento de haber sido un espectador pasivo.

En aquellos tiempos sucedían cosas muy graves, siendo especial pecado matar los pájaros en primavera, coger los huevos o los pajarillos de los nidos, atrapar a los pájaros nuevos persiguiéndolos cuando todavía no sabían volar con soltura. Los apresábamos y los matábamos por simple placer o para darlos de comer al "gabilucho". En Cañizo muchos niños criábamos desde que estaban en pelujillo el cernícalo primilla, o el aguilucho de monte, que llamábamos, algo semejante a la "milana bonita" de Los Santos Inocentes de Miguel Delibes, Paco Rabal y Alfredo Landa. Curiosamente éramos amantes de las aves rapaces, mientras no teníamos piedad con el resto, a excepción de la cigüeña, claro, que siempre gozó de protección y cuidado. Un amigo mío, Teodoro, llegó a criar en su corral más de un águila, que eso sí que era difícil, por no decir imposible para los demás niños. Pero Teodoro tenía técnica y paciencia y lo conseguía. Yo le envidiaba porque aquello me parecía maravilloso.

Hace ya cuatro mil años un monje y noble del Imperio Cananeo, de nombre Rapano, dejó escritos varios pensamientos, entre ellos uno en el que pedía encarecidamente. "no matar los pájaros en primavera", sencillamente porque era matar la vida. En Ugarit, capital de ese imperio, que no era otro que el fenicio, donde ahora está ubicada la ciudad de Latakia, a orillas del Mediterráneo sirio, se puede visitar la tumba de Rapano. Allí fue, en el transcurso de un viaje que hice, donde se me removió la conciencia y recordé de forma muy especial mis prácticas crueles en la niñez.

Con el correr del tiempo, el calado de enseñanzas nuevas y la madurez de una sociedad más evolucionada y concienciada en medio ambiente, produjo en mi, como en tantas otras personas, una visión de muchas cosas totalmente diferentes. En este día en el que escribo, de primavera verde y esperanzadora, creo que es un buen momento para pedir más sensibilidad respeto por todos los seres vivos del planeta. Y especialmente de los pájaros, esos amigos que nos acompañan a diario, como los que hay en la reserva de las Lagunas de Villafáfila, que también pertenece al término de Cañizo.

En primavera explosiona la naturaleza y se regenera la vida. Por eso esta estación se merece un respeto y un cuidado especial.

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