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Flor de un día o por qué lo llaman cultura cuando quieren decir…
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Flor de un día o por qué lo llaman cultura cuando quieren decir…

Actualizado 02/05/2015
Rafael Muñoz

Tolstói estableció una comparación muy profunda entre el arte y la comida: la gente que piensa que lo más importante de la comida es el placer que nos proporciona y la exquisitez de su elaboración no entiende que la verdadera función de la comida es nutrirnos. Lo mismo puede decirse del arte. Su función principal es cultivar nuestra conciencia, nuestra alma, hacernos conscientes de que formamos parte de la raza humana, de que no estamos solos. Sin embargo, los escritores jóvenes de hoy lo tienen difícil, porque la idea más popular entre la gente es que el arte sirve para entretener, es un espectáculo.

Stephen Vizinczey

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Acabados los fastos del llamado Día del Libro, se anuncian en el horizonte libresco, si no se están celebrando ya, un sinfín de ferias en torno a la letra impresa en papel o digital. En principio nada que objetar, pero me gustaría aprovechar el fragor mediático (vamos a ser buenos) sobre el tema para abordar este asunto desde otros parámetros.

Podríamos empezar con cierto ímpetu y sin ambages, y para eso me sumo a las palabras de la escritora Luisa Etxenike, leídas hace tan sólo unos días: Es verdad que hay una identificación excesiva de la cultura con el entretenimiento, pero la cultura no es una actividad del tiempo libre sino lo que nos hace libres todo el tiempo. Hay una poderosísima industria del entretenimiento y eso nos hace perder de vista el sentido emancipador, el sentido de crecimiento personal y social que la cultura, y lo fundamental que es en este sentido la capacidad del lenguaje. No es lo mismo poseer 1.000 palabras que 40.000, en ningún orden de la vida. No en la vida del conocimiento íntimo, pero tampoco en la comunicación social y política, por eso creo que hay democracias de 1.000 palabras y democracias de 40.000. La cultura está mucho más cerca de la creación artística que del entretenimiento.

Como la cultura se entrega en estas fechas primaverales al mundo libresco, quizá estaría bien, aunque sólo fuera por un momento, pararse a pensar algo más en los lectores, dejando el protagonismo de los libros para esas ferias que se celebran urbi et orbi durante estos meses. O dicho de otra forma, que nos acercáramos a las proclamadas bondades de la lectura, pensando en sus receptores y no tanto en el número de ventas de un título, los ganadores de premios al peso y otras loas varias sobre cómo nos cambiará la vida (del salón) ese nuevo libro que descansa en el mueble nórdico que tantos desvelos nos costó montar.

Por qué no comenzar acercándonos a eso que llamamos de manera poco precisa lector, o buen lector, si lo prefieren, o si me apuran, ¿lector literario?, y hacerlo, pensando fundamentalmente en los lectores más jóvenes.

En esta difícil tesitura que supone fijar una definición que pudiera resultarnos útil a todos, acuden a ayudarnos algunas reflexiones de un autor de cabecera que, dicho sea de paso, no consigo sacarme de la misma, después de haber leído su última obra, y que se me ha convertido en una especie de nuevo libro de arena, como el que ya escribiera su amigo Borges. Dice, entre otras verdades, que todo buen lector lee como si la literatura fuera anónima; así parece, cuando subyugados por lo que se nos cuenta, olvidamos que el autor es premio de tal, no le perseguimos como un fans para conseguir su firma y una dedicatoria necesariamante estereotipada, o dejamos de tener presente aquella entrevista televisiva donde se desenvolvía con tanto aplomo. En ese tiempo de lectura sólo nos interesa el diálogo que establecemos con los personajes, a los que tratamos como iguales, en esa arrebatada y temporal suspensión de la incredulidad.

Pero, por si nos supiera a poco, el autor del que hablamos nos asalta de nuevo y nos recuerda que el lector entregado subvierte el texto, lo desbarata y agita, porque ese lector ideal no reconstruye lo que está leyendo, lo recrea.

Alberto Manguel, de él hablamos, lanza todavía algunas propuesta más sobre cómo definir a ese hipotético lector, pero la que me interesa destacar en este momento, es aquella que se relaciona con ciertas imágenes de san Jerónimo, que lo muestran detenido en su traducción de la Biblia, que llevan a nuestro autor de referencia a decir que el buen lector debe aprender a escuchar; para horadar en el texto (decimos nosotros), avanzar con él, y descubrir entre esas líneas su propio texto.

Ya se está yendo este señor por las ramas palabreras, pensará alguno que llegara a leerme. Espere, atiéndame un momento; dígame, o mejor dígase a dónde le conduce esta pregunta:

¿Nunca os ha sucedido, leyendo un libro, que os habéis ido parando continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no os ha pasado eso de leer levantando la cabeza?

Impagable imagen la de Roland Barthes que no me resulta desconocida, y había utilizado en algunas ocasiones, pero que ahora descubro su autoría en un texto de la especialista Cecilia Bajour (gracias por ello).

Pero escuchar lo que nos dice el texto o dialogar directamente con él, me traslada a esa imagen irresistible de la lectura silenciosa que san Agustín observa en el obispo de Milán y relata sorprendido en sus Confesiones. Y que puede llevarnos a otro tipo de escucha, más grupal, y vinculada, aunque no de forma exclusiva, con el mundo infantil de la narración oral y también a la narración en voz alta. Pero no terminan aquí las posibles conexiones, porque también puede también transportarnos, y esta es la que quiero resaltar, al comentario, a la charla, a la exposición oral entre lectores de sus personales lecturas.

Y en ese cruce extraño y fascinante que tienen los textos en la cabeza del lector, o en el intercambio hablado de sugerencias sobre lo leído, o cuando la mirada se pierde más allá del texto o se nos vuelve hacia los adentros, convoca las palabras que Simon Weil recoge lúcidamente, cuando manifiesta que la cultura es la formación de la atención.

¿Y qué tienen que ver todas estas observaciones con los lectores y su formación lectora o competencia literaria?

El escritor y crítico literario Víctor Moreno nos echa un capote reflexivo en este difícil y controvertido paso cuando habla de la mediación de todos los profesionales, aunque él se refiera en este caso sólo a los educadores: El profesorado debe permitir el encuentro directo, el cuerpo a cuerpo, sin obstáculos y sin mallas ortopédicas, entre el lector y el texto. La transacción entre texto y lector tiene que ser totalmente espontánea y libre de ataduras. Cuando se dé el impacto directo entre ellos, será, entonces, cuando estaremos ante un abanico de posibilidades para acceder a una exploración textual rica en matices de cualquier tipo, incluidos los aspectos formales de los textos. Esta exploración se formalizará cuando el alumnado, ayudado por el profesor, claro que sí, reflexione y comprenda qué es lo que hay en la obra que le cautiva y por qué considera que le ha producido dicha fascinación y, mejor aún, si decide modificarla, rechazarla o aceptarla, para lo que tendrá que reflexionar, comparar y valorar, individual y colectivamente.

Escuchar para poder escucharse, dejar y dejarse hablar para construir y construirse. Esto es, ofrecer una escogida selección de textos para su lectura, y permitir hablar sobre ellos a sus actores, para que vayan construyendo una tesela cultural multiforme (preguntas, reflexiones, inferencias?) en los espacios (públicos o personales) donde toma cuerpo y presencia, paso a paso, día a día.

La lectura así entendida, oficiada en el caso que nos ocupa por los libros, me lleva a remedar al final de este artículo, y sin acritud por mi parte, la conocida frase de Georges Clemenceau sobre guerras y militares, apuntando (sin disparar) que la cultura es un asunto demasiado importante para ser flor de un día o confiarla (solamente) a vistosos y coloridos ramilletes de siete a quince jornadas.

Rafael Muñoz

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