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Amor de madre
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Con cariño para las madres en las que estamos destinadas a convertirnos.

Amor de madre

Actualizado 02/05/2015
Ana Higles

Las mujeres pasamos media vida renegando de lo que hacen sus madres y la otra media reproduciendo fielmente lo que juramos no hacer nunca. María lo sabía y llevaba a la práctica con una mezcla de alegría, resignación y chulería que ni ella misma entendía. Tampoco se preocupaba mucho de ello.

A veces se escuchaba hablar a sus hijos, volvía a la habitación para repetir la frase veinte veces hasta que le hacían caso, al final llevaban la ropa sucia a la lavadora y, en el pasillo de vuelta a la cocina, se veía sonreír en los espejos. En secreto, María lo llamaba "el paseíllo". Después de conseguir arrancar a sus hijos de ordenador, la guitarra eléctrica, la pesepé, la güí, el guasap y el meincraff, una cosa que a ella le parecía horrorosa pero que tenía embelesada a su hija pequeña, ella volvía directa a la cocina con el orgullo henchido de triunfo cual Gran Capitán. Mandil rojo con lunares blancos, regalo de una amiga algo ida de la cabeza que (pasado el tiempo y los prejuicios iniciales) ahora le encantaba. Moño de andar por casa y zapatillas de felpa con talones doblados, cual gitana de mercadillo. Daba igual. Su look solo hacía que engrandecer el poderío de Reina de su Casa.

Cuando se miraba de refilón en uno de los espejos con ese look, que parecía Freddy Mercury a punto de hacer limpieza general, le entraban ganas de darse palmas y pegarse un tiro. No siempre en el mismo orden. Últimamente pensaba mucho cómo podía haber terminado de esta guisa con lo que ella había sido en sus años de juventud. De alocada juventud, tenía que reconocer. Estudió lo que quiso, se marchó de casa cuando le pareció, se compró un coche porque sí, fumó ante todos cuando nadie fumaba y se escondió para hacerlo cuando ya nadie se escondía para nada, bailó sin saber, viajó sin destino, amó sin motivo, sufrió sin razón. Y por encima de todas las promesas de sangre que hizo, juró no convertirse en su madre.

? Hija, tómate eso rápido que se le va la vitamina.

? Mamá, eso es un bulo.

? Ni bulo ni bula. Que no vuelva y esté eso así.

Y así era como María, después de todo lo que había vivido y jurado, se dejaba poseer por esa parte del ADN femenino que nos convierte en nuestras madres. No tenía ni puñetera idea de por qué la vitamina del zumo de naranja se volatilizaba una vez servido en el vaso, pero se veía en la obligación de soltar aquella frase que tanto había escuchado de su madre como si siguiese la cuenta atrás de una cabeza nuclear.

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