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Comerse un libro
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Comerse un libro

Actualizado 27/04/2015
Ferenando Segovia

Tengo un lío, la verdad, con el 23 de abril. De pequeño, y de no tan pequeño, he celebrado el 23 de abril el día de San Jorge, patrono de los scouts, donde me nacieron los dientes y otras cosas más importantes, como el sentido cívico ?en contraste con la clase de Política, o Formación del Espíritu Nacional, que en los años cincuenta y sesenta, era la versión políticamente correcta de Educación para la Ciudadanía- y donde maduraron mi vocación cristiana y sacerdotal.

Andando el tiempo y la historia de la Transición y del Estado de las Autonomías, me enteré de que en ese día los Comuneros, que eran más anticuados pero más nuestros, habían sido vencidos por las tropas del Emperador Carlos, que era más moderno y más globalizado, pero más suyo.

Y cuando empecé a tener familia en Cataluña y a viajar allí a menudo, supe de la importancia de regalar libros y rosas, que son como los símbolos de la razón y del corazón, que por esos dos pulmones espirituales respiramos los humanos normales. Corazón y razón son dos facultades que se educan, se pulen, se embellecen y adornan, pero sobre todo se reciben como regalo.

[Img #292367]Hay muchos modos de cuidar razón y corazón. Uno de ellos es un buen libro. O mejor, un libro importante, de los que se releen y sueltan chispas de espíritu cada vez de un color y brillo diferentes, dependiendo del día en que se abran; de los que nos hacen descubrir y entrar en dimensiones nuevas a medida que avanzamos en años, recuerdos y proyectos. Tengo yo una Biblia cuyo lomo está decolorado por gotas de lluvia, las esquinas raídas de rozarse en la mochila contra las dificultades de la marcha; algunas hojas rotas por el uso torpe; desencuadernada la pobre por haber sido leída en posiciones y lugares inverosímiles; subrayada en algunos pasajes hasta hacer ilegible o, simplemente, adivinable, el texto que quería destacar. Durante un tiempo pensé en encuadernarla de nuevo, pero ya no sería un símbolo de mi vida espiritual, de mi proceso personal a veces en torbellino, otras sereno, casi nunca aburrido. Tengo otros ejemplares de la Biblia que he podido emplear en clase o utilizo en reuniones parroquiales, e incluso para el estudio, con abundante aparato crítico; pero mi Biblia es mi Biblia?Y lo que siento es que, con tanto traslado, he perdido el pequeño ejemplar del Nuevo Testamento que me enseñaron a leer en pequeñas píldoras diarias, relacionándolo siempre con la vida que iba descubriendo o se me imponía gradualmente.

Los libros electrónicos, virtuales, en la nube ?en las nubes nos ponemos a veces al leer- para referirse a la razón y al corazón, al menos en mi caso, necesitan del apoyo sensorial de los libros de papel, que huelen distinto e, incluso, saben distinto. ¿Podría comerse uno un libro electrónico, como recomienda el Apocalipsis? ¿Cuál será el gusto de los chips de silicio o de grafeno?

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