Exactamente al revés

Cada vez resulta mucho más natural ver alguien por la calle que habla solo. Es algo muy habitual desde los teléfonos sin manos. Todavía tengo vivo el recuerdo del primer humano que vi de tal guisa. Fue un mediodía de hace unos cuantos años y por los soportales de la Plaza Mayor. Y recuerdo el impacto que produjo y la curiosidad que suscitó en mí y otros que también miraron. No hace demasiado tiempo que se calificaba de poco cuerdo a quien eso hacía (el hablar solo).

Ahora ya no extraño tanto el caso. Pero sigue pareciéndome algo medianamente ridículo. De cuando la privacidad se valoraba tanto. De aquellos años lejanos. Aquello tan antiguo y familiar de los teléfonos de cabina (o de casa), donde uno podía contar confidencias, llorar o reír o mandar besos sin que los de alrededor se enterasen.

Ir conversando por la calle de negocios o de amores (o de intrascendencias) con alguien de las antípodas (o del siguiente portal) no me resulta muy natural ni cómodo. Y lo digo como sufriente escuchador, que ni mucho menos como usuario. Nunca he deseado ser testigo de conversaciones ajenas. Me causa cierta incomodidad y pudor.

Sucede que hace unas pocas noches observé otro personaje de estos (esta vez con correa y perro a quince metros de él) que hablaba y gesticulaba, y como iba inmediatamente detrás, pues me iba enterando de casi todo. Y me dije, otro más con el invento. Se paró el perro a olisquear y lo adelanté. Miré con cierto detenimiento y esta vez ni rastro había de artilugio móvil alguno. Este señor discutía, se hartaba, nombraba y maldecía el mundo entero sin hacerle mucho caso al bicho del final de la correa. Este, como ocurriera antes de inventarse el cacharrito este de los cojones que funciona por satélite, hablaba solo. Todo tan machadiano. Exactamente al revés de como es habitual ahora. Y claro que me sorprendió.