En estos días en que la Pasión del Nazareno procesiona de diversas formas y estilos por nuestras calles, no puedo evitar acordarme del poema de Gabriel y Galán, La Pedrada.
Muchos recordaremos la emocionante composición en la que Don José María nos cuenta magistralmente el episodio de un niño que contemplando la procesión donde uno de los pasos reproduce la escena en que se flagela a Jesucristo, no puede contenerse y derriba de una pedrada la cabeza del infame sayón que tortura al Redentor.
Luego cuando la gente, entre enojada y sobrecogida, le interpela sobre la causa de su reacción, él responde, "agresivo, con voz de aquellas que llegan de un alma justa, a lo vivo: porque sí; porque le pegan sin hacer ningún motivo"
Concluye el poema con una reflexión del autor en la que se pregunta si "somos los hombres de hoy aquellos niños de ayer? y del mismo modo, tampoco puedo yo evitar formularme un interrogante parecido.
Los tiempos cambian, las costumbres también y las formas de conmemorar acontecimientos también se modelan según el ritmo de los tiempos y las circunstancias de las cosas.
Hoy me gusta mucho ver que en las procesiones y contemplando las procesiones se ven muchos niños y jóvenes; me gusta ver esos acompañamientos musicales de las cofradías, mayormente nutridos de gente joven, y me agrada ver que los espectadores tienen una edad media muy del futuro. Sí.
Me gusta menos, sin embargo, ver que esos mismos jóvenes no son capaces de prescindir del móvil ni siquiera para contemplar los pasos y que andan guasapeando o tuiteando a la par que el desfile transcurre ante ellos.
Tienen que ver sin duda las manías que los años ya me van trayendo y la paciencia que se van llevando; sin duda, pero también observo que esa concurrencia de móviles y personajes manipulándolos le quita encanto a las procesiones. No se ven ya con tanto recogimiento como antaño, no se palpa ese silencio que hace tiempo se condensaba y podía tocarse en algunos sitios y momentos.
Me ha dado la impresión de que este año había más movimiento, mayor algarabía, menos devoción, que diría mi madre, en los espectadores de los pasos. Este año no he sentido aquella emoción honda, ancestral, que me removía qué se yo qué esencias y me erizaba la piel de una espiritualidad que no puedo describir racionalmente pero que sabía propia, íntima, mía y colectiva; este año no he percibido que la escena pareciera congelarse de pronto ni que la realidad se convirtiera en una imagen fotográfica en blanco y negro, eterna en el espacio y omnipresente en mi memoria.
Y finalmente he llegado a concluir que puede que los hombres de hoy seamos los niños de ayer pero que, a la inversa, para bien y para mal, los niños de hoy ya nunca serán, nunca podrán ser, como los hombres de ayer.
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