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Nos vemos, Laouen*. Las palabras y los perros
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Nos vemos, Laouen*. Las palabras y los perros

Actualizado 04/04/2015
Rafael Muñoz

La relación que tenemos con un animal (en mi caso, con un perro) nos hace preguntarnos tanto por nuestra identidad como por la del animal. ¿En qué consiste esta relación? ¿La establezco yo con mi voluntad o está determinada por la naturaleza del animal? Sé cómo siento y reacciono ante la presencia de un animal, ¿pero cómo se siente y reacciona él? Mi lenguaje no posee elementos (salvo, tal vez, metafóricamente) para expresar la naturaleza del otro lado de la relación, un lado que sin duda existe pero que soy incapaz de definir. La literatura no es más clara en este sentido?

Alberto Manguel

(*) Feliz, en lengua bretona.

Nuestra perra, una cocker spaniel de bruñido y largo pelo negro, hace ya un tiempo apagado, ha decidido tomar el camino que no tiene vuelta. En estos días, cuando salgo con ella, a paso lento y con cierta dificultad, miro con mayor intensidad hacia los lugares donde dirige y posa la mirada. Y cuando se detiene, desconozco si por fatiga o porque algo pasa por su cabeza, yo también acorto el paso hasta que decide retomar la marcha. De esta suerte pasamos el tiempo, breve y precario, de sus fatigosos paseos.

Ayer me sonreía pensando en que, al contrario de lo que suele ser habitual en la salida de un perro por el campo: carreras, ladridos, saltos?, Laouen ahora va a mi ritmo, pausado, o quizá ocurra al revés: sea yo el que se [Img #269945]adapta a su caminar. No me mira, salvo cuando decide volver a casa. Entonces, demora el paso y se dirige a mí, y cuando yo me doy la vuelta, ella, de nuevo, se pone a mi lado; en ese momento, regresamos.

Estos nuevos ceremoniales a la hora de pasear, más lentos, más introspectivos, me devolvieron las palabras escritas sobre perros que hace tiempo había leído.

Las primeras son muy recientes, y coinciden con el final de su vida; quizá por eso las tengo más presentes:

Por supuesto que hay rituales cuando estoy con mi perra, pero son superficiales y sirven para disfrazar una especie de desnudez que siento a su lado. Ante su presencia me veo obligado a ser sincero conmigo mismo, como si el animal que me mira a los ojos fuera un espejo que revelara algún recuerdo instintivo y enterrado, escribe Manguel sobre su perro en la que es su última obra, y entre otras novelas que hablan o se pueblan de estos animales, cita para mi sorpresa, la de Virginia Woolf, Flush, la perra de la poeta Elizabeth Barret Browning.

Recuerdo bien que esta novelita, de pocas pero significativas páginas, me la regaló una antigua compañera de trabajo, cuando hacía poco tiempo que Laouen había entrado en nuestras vidas. Esta amiga, que ahora habita en el London canadiense, cerca de los Grandes Lagos, supongo que para no olvidar su flanco atlántico, me escribió, a modo de dedicatoria, que era imposible ofrecerme otro libro que no fuera Flush, y acertó de pleno.

El texto de la Woolf recrea las peripecias de este perro, también de la raza cocker spaniel, y se construye sobre un mundo de olores cotidianos y ancestrales, atávicos.

Relata, por ejemplo, los referidos al mundo de la campiña inglesa: una sutilísima mezcla de los olores más variados le hacía vibrar las aletas de la nariz; áspero olor a tierra, aroma suave de las flores, inclasificables fragancias de hojas y zarzas, olores acres al cruzar la carretera [?] Pero de pronto traía el viento unos efluvios más agudos, más intensos, más lacerantes que todos los demás, unos efluvios que le arañaban el cerebro hasta remover mil instintos en él y dar suelta a un millón de recuerdos: el olor a liebre o a zorro.

Pero también refiere los de la ciudad: Flush vagaba por las calles de Florencia para extasiarse con los olores. [?] Iba de olor en olor; los recogía todos: el áspero, el suave, el oscuro, el dorado? Entraba y salía, subía y bajaba, donde batían el cobre, donde amasaban el pan, [?] Lo correteaba todo, con la nariz a ras de suelo, sorbiendo esencias, o con la nariz en el aire vibrante de aromas. [?] Devoraba racimos enteros de uva madura a causa del olor púrpura que despedían [?] Seguía la desfallecedora dulzura del incienso en la violácea oscuridad de las catedrales, y al husmear el oro las losas sepulcrales, se ponía a lamerlo.

Nos habla de sus sueños perrunos: Entonces [Miss Barret] lo cogía en brazos, y colocándose con él ante el espejo, le preguntaba. ¿No era aquel perrito castaño de enfrente él mismo? ¿Pero qué es eso de "uno mismo"? ¿Lo que ve la gente? ¿Lo que uno es? Flush reflexionó sobre esto, e incapaz de resolver el problema de la realidad, se estrechó más contra Miss Barret y la besó "expresivamente". "Aquello", por lo menos, sí era real.

Y, naturalmente, de sus lealtades: estaba recostada en el sofá, leyendo. Cuando entró, lo miró sobresaltada. No, no era un espíritu? era sólo Flush. Se rió. Entonces, al verlo saltar al sofá y apretar su cabeza contra el rostro de ella, le acudieron las palabras de aquel poema que escribiera: "¿Veis este perro? Ayer mismo cavilaba yo aquí sin hacerle caso, hasta que los pensamientos me arrancaron cada uno una lágrima. Entonces se me acercó, por la almohada ?sobre la que reposaba mi húmeda mejilla- una cabeza tan peluda como la de un Fauno, y al instante la tuve apoyada en mi rostro".

Pero, quizá, la historia de perros que guarda mayor resonancia en mis recuerdos, se la debo a la escritora argentina Graciela Montes, autora que ya ha conocido esta sección. Se trata de las Aventuras y desventuras de Casiperro del Hambre, libro mítico que sin duda les traerá ecos de un clásico de nuestra literatura picaresca, de quien bebe a borbotones como forma de rendirle un hondo homenaje.

La historia está contada por un perro, y les aseguro que no tiene desperdicio. Lean si no su comienzo, de sugerente y clásico título: Donde explico el comienzo de todo y reflexiono acerca de un gran sentimiento: el hambre.

Cuenta el protagonista: yo me dedicaba esmeradamente a observar las tetas de mi madre. No les quitaba los ojos de encima. Y en cuanto veía que ya no le colgaban vacías y lacias sino que poco a poco empezaban a inflarse y curvarse hasta quedar por fin gordas como gotas reventonas debajo de la panza, salía disparado como bala hacia el sitio de la felicidad y ahí me prendía, sin esperar siquiera que ella se echara. A veces caminaba la pobre muchos metros conmigo ahí colgado, algo incómodo tal vez, pero contento, dueño de toda la felicidad del mundo. El éxtasis era breve, eso sí, porque no había yo tragado seis o siete chorros de leche cuando ya venían todos los demás en patota?

Y, avanzando en el libro, Orejas, al igual que nos contaba Flush, nos habla de algo consustancial en la vida de un perro: Hay una cuestión acerca de la cual nunca nos hemos puesto de acuerdo con los humanos; ellos insisten con que libertad es una idea, y nosotros estamos convencidos de que libertad es sobre todo un olor. Se trata de una diferencia muy antigua y no creo que tenga sentido echarla a rodar de nuevo, de manera que me voy a limitar a dejar bien en claro que, en esta que es MI novela, la libertad es un olor. O el recuerdo de un olor, que se vuelve penetrante como un olor verdadero, cuando uno se ve obligado a sentir otros olores que son los olores del cautiverio.

Están, por último, los de lectura más lejana: Colmillo Blanco y La llamada de lo salvaje, del tan necesario como imprescindible Jack London, que se confunden en mis recuerdos adolescentes con los olores a onza de chocolate, pan y mantequilla, sentado en el mirador sevillano de mi abuela, contemplando lo que sería una primavera ya avanzada para un habitante mesetario. De las aventuras de aquellos perros sólo recuerdo (que no es poco) el tesón, la voluntad y de nuevo su fidelidad y nobleza.

Como cuento por lo que estamos pasando a mucha gente conocida, a fin de mitigar un poco nuestra pesadumbre, mis amigas de la BPM Gabriel y Galán me han pasado un par de títulos más, que les menciono por si no encuentran qué leer en estas fechas: Tombuctú, de Paul Auster, y Una miga de pan de Gustavo Martín Garzo. Dos grandes autores para dos bellas historias de esos perros se nos meten entre las piernas y ya no hay forma de vivir sin ellos.

A modo de postdata

Laouen ya se ha ido con la ayuda al buen morir de las veterinarias de mi pueblo. Su última mirada me hizo pensar de nuevo en algo leído a Manguel: Cuando la gente se enfrenta a la mirada de esos animales tiene la repentina necesidad de explicar las sensaciones que la inundan: temor, odio, respeto, curiosidad.

Puedo asegurar que en el momento de su partida y en tantos otros de su vida, como sabe toda persona que comparte su vida con un animal, éramos nosotros con nuestra perra Laouen, y su mirada y la nuestra se decían otras cosas.

Rafael Muñoz

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