Semana Santa sin fin

Aquí está ya. Esta noche comienza. Por las calles salmantinas la Dolorosa de Felipe del Corral volverá a despertar compasión, a emocionar a quienes la contemplan poniéndonos en su piel: una madre a la que arrancan a su hijo bueno, que nada malo hizo, que se limitó a ver otro mundo y creer que era posible, tal era su ingenuidad. Se llamaba Jesús y merece recordarlo, olvidarlo es decir que sí a quienes lo crucificaron y siguen crucificándole hoy mismo. Porque Jesús son todos los crucificados de la Historia, que está llena de cruces, cada día más. ¿Cómo mantener el optimismo ante el mundo que nos rodea? Debería darnos vergüenza pero en este mundo hay pocos motivos para la esperanza: subsistimos, no vivimos de verdad. Los pobres porque les negamos el único derecho que debiera ser común a todos: un pedazo de pan para sobrevivir, un techo del que guarecernos ante las inclemencias que nos rodean, un poco de misericordia, algo de libertad. Y los que disponemos de ello porque permanecemos con los brazos cruzados mirando desde el tendido el espectáculo siniestro en que hemos convertido la vida humana.

Sí, arranca la Semana Santa, días para recordar a ese Jesús de Nazaret crucificado por atreverse a dar la cara (seamos prudentes, zorros, fríos, hagamos no lo imposible sino lo que el sistema nos prescribe: egoísmo cerrado, materialismo craso, clasismo impenetrable), acercarse a miserables y prostitutas ("os precederán en el reino de los cielos", pero ¡qué verdad, Jesús! porque así será), no mirar de lejos a nadie, oír a todos, acogerlos, sobre todo a los últimos (vamos, lo contrario de lo que habitualmente hacemos, cuando miramos de arriba abajo al que consideramos débil). Sí, arranca lo que debieran ser siete días rondándonos sus hechos y palabras.

Cuando esta noche vea a la Dolorosa lo recordaré. Me cuestionaré a mí misma. Me preguntaré si mínimamente estoy en la misma senda, la que ella me marcó con esos puñales hincados en su pecho: dolor por la injusticia que puebla este mundo, dolor por la indiferencia que pudre este mundo, dolor por la muerte que aplasta a este mundo, dolor por la insolidaridad que asfixia a este mundo. Sí, me lo preguntaré, y aunque la respuesta sea insatisfactoria, y casi siempre lo será, le preguntaré a ella si tengo remedio y le pediré que me ayude a sanarme radicalmente, porque la vida sin sentir esos puñales es no vida, es muerte cotidiana y existencial, y yo quiero vivir y sé que el recuerdo del Crucificado me da las claves para hacerlo.

La Semana Santa me saca de mi conformismo vital, pero debiera durar no siete días, sino todo el año. Claro, no hablo de folclore, un respeto por Jesús de Nazaret. Sigue interpelándonos, aunque no lo sepamos.