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Andre y su circunstancia
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Andre y su circunstancia

Actualizado 26/03/2015
Juan José Nieto Lobato

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"Mi vida no me ha pertenecido ni un solo día. Mi vida siempre le ha pertenecido a otros. Primero, a mi padre. Después, a Nick (Bollettieri). Y siempre, siempre, al tenis".

Vivir es lo que hacemos, y lo que nos pasa, aseguraba Ortega y Gasset en su obra Meditaciones del Quijote de la que he rescatado una serie de sentencias que ensamblan, a la perfección, con la particular biografía de Andre Agassi; el tenista de moda a comienzos de los noventa, el epítome del estilo por encima de la substancia, como titulaban los periódicos especializados antes de que ganara, en 1992, su primer Grand Slam sobre la hierba de Wimbledon. La némesis de Sampras y el deportista de la historia que más veces se ha reinventado a sí mismo es también, aunque nos lo ocultaran durate años su vestimenta rebelde y su peluca de mohicano, un ser vulnerable y especialmente sensible.

Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvo yo. En el caso de Andre Agassi, cuarto hijo de un emigrante iraní, la circunstancia fue siempre por delante del ser hasta el punto de definir su futuro profesional. Que Agassi terminara jugando al tenis no fue una consecuencia inevitable de su talento, sino la elección de un padre que había conocido la miseria y que quería, para sus hijos, un futuro mejor. Aquella peculiar forma de amar, que incluyó jornadas maratonianas golpeando bolas enviadas por una máquina llamada "Dragón" y un internamiento temprano y forzoso en la academia de Nick Bollettieri en Florida, derivó en ese odio secreto que Andre profesaría hacia el tenis y que, años más tarde, en sus memorias, terminaría confesando públicamente.

La conciencia del naufragio, al ser la verdad de la vida, es ya la salvación. Hasta 1997, fecha en que se inicia el declive, Andre Agassi era considerado un "underachiever", esto es, un jugador con muy pocos méritos acumulados en comparación con su talento. Por entonces, aseguraban los que lo conocían, tenía una increíble capacidad para elegir el consejo equivocado. Él mismo reconocía que le costaba concentrarse y elevar su nivel en las grandes citas. Todo se agravó tras una lesión de muñeca y la ruptura definitiva con la que iba a ser su esposa, la actriz Brooke Shields. Así, a pesar de contar con tres "Grand Slam", un contrato multimillonario con Nike y un garaje lleno de Porsches, Andre cayó en una terrible depresión. Las drogas comenzarían a acompañarle en su camino. Además del subidón que me da colocarme, obtengo de ellas una satisfacción clara, el hecho de perjudicarme a mí mismo y de acortar mi carrera. Su positivo por metaanfetaminas de cristal le fue ocultado a la luz pública. Total, estaba en el puesto 140º del ranking y tambaleándose por las pistas. Nadie podía creer que se drogara para engañar a la competición.

La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre. De todos los pasajes de su libro de memorias, el del resurgimiento es el que se nos muestra más difuso. ¿A qué fe se abrazó Andre Agassi para abandonar, sin perecer en el intento, el corazón de las tinieblas? ¿De dónde sacó fuerzas para, tras visualizar el horror, desprenderse de él y convertirlo en cenizas de las que renacer? Ayudó, sin duda, Gil Reyes, su preparador físico y confidente. Colaboraron el resto de amigos, pero aquel fue, nadie lo duda, el "tour de force" de un solo hombre. Andre Agassi reinterpretó el dolor como una parte de la felicidad y, en ese mismo proceso, se desprendió del miedo a perder, de la esclavitud de la imagen y de la dependencia del amor de otras personas. Fue entonces cuando contemplamos la mejor versión del tenista, aunque este se dirigiera inexorable, por edad, hacia el ocaso de una carrera que fue, gracias tal vez a los interludios de que se compuso, muy longeva (alcanzó el número uno con 33 años). Las lágrimas recogiendo de la mano de Rod Laver la copa de los mosqueteros, galardón que se entrega al ganador de Roland Garros y que representaba la culminación del Grand Slam, (obtener los cuatro majors) estuvieron acompañadas de los aplausos de la afición parisina y de los versos, aunque solo sonaran en su cabeza, de Non, Je ne regrette rien en la voz de Edith Piaf. No, Andre Agassi no se arrepentía de nada. Sólo lloraba. Como un campeón.

Amor es un divino arquitecto que bajó al mundo a fin de que todo el universo viva en conexión. Agassi y su circunstancia se reunieron, al fin, en armonía, en el epílogo de una carrera plagada de éxitos en lo deportivo y, finalmente, en lo personal. Todo en su matrimonio con Steffi Graf huele todavía, años después, a vino y rosas. La genial deportista alemana nunca olvida que horas antes del que sería el último partido de su marido en el tenis profesional, (Tercera ronda del US Open de 2006 en la increíble pista Arthur Ashe) Andre, a modo de calentamiento, le daba el biberón a su hija. Se lo había prometido a sí mismo. Ella llevaría su apellido, y el de su abuelo, pero no su misma condena. Tampoco su circunstancia.

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