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Políticos de nosotros mismos
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Políticos de nosotros mismos

Actualizado 15/03/2015
Aniano Gago

Los políticos son seres como los demás, pero distintos. Eso se puede comprobar siempre, cada día, pero sobre todo en época electoral. El político piensa distinto, unas veces cuatro veces más rápido y otras en diferido. Lo que piensa el hombre normal, el de la calle, tiene una cadencia, un tempo, un tiempo, y el del político, otro. Cuando el hombre de la calle cree que va el político ya vuelve, a veces cuatro veces. El de la calle considera que lo lógico es una cosa, sencilla, clara, meridiana, y el político, que tiene otra onda, está en otra onda, ya se ha adelantado cuatro manzanas.

El hombre normal y corriente cree, por ejemplo, que al opositor, al adversario político, del político de turno, hay que tratarlo bien, con mimo, igual que a él, y el político en cuestión te dice que sí, pero piensa lo contrario. Si ve que tratas bien a su adversario no te dice nada, pero está pensando que a él le quieres poco, o nada. El político en época electoral aumenta sus defensas tres o cuatro veces. Es dulce por fuera pero muy cruel por dentro. El político, de cualquier partido, se cree que es una persona normal, habitual, del gentío. Pero no es verdad, es un hombre, o mujer, sólo apta para los entregados, para los conmilitones, para sus incondicionales, para los que le votan y les buscan votos. En época electoral el político no quiere medias tintas, ni tintes democráticos. Es más, no conozco a ningún político democrático en el sentido más profundo del término. No aceptan la crítica, no asumen sus incapacidades, no quieren al contrario, no aceptan sus defectos e incapacidades.

Pero todo esto que digo vale para las personas de todos los partidos, para todos esos que van en las listas, los que se juegan su futuro. Piensan de manera muy escueta y cerrada: o conmigo o contra mi. Ven siempre enemigos por todas las partes, creen que el hombre de la calle es falso, que no le va a votar y, por tanto, no sirve a sus intereses. Por eso sólo espera el final, el día del recuento, el día que sabe cómo ha sido la realidad. El día de las elecciones, sobre las nueve de la noche, ya sabe cuál ha sido la verdad absoluta. Y ese día, si pierde, si no sale elegido, el político se siente roto, frustrado, convencido de que todo el mundo es malo, como ya presumía. Si gana, en cambio, reafirma su convencimiento de que es un fenómeno, y que su partido tenía razón.

El político se juega cada poco, cada cuatro años, su futuro, y eso le obliga a estar permanentemente en el aire, que es como una especie de tobogán sin respaldo. Y el político, como todo ser humano, que lo es, necesita sentir seguridad, saber que su futuro es eterno, indomable, seguro, fijo. Por eso el político cuando alcanza el poder mantiene esa actitud de indiferencia, de sí pero no, de ser amable pero sin entregarse, de prometer pero ya veremos.

El hombre de la calle cree que es amigo de un político, y presume, y le saluda con la misma efusividad que el otro a él, pero se olvida que a la vuelta de la esquina el político sigue yendo a lo suyo, a sus cuitas, a sus intereses, que muchas veces son los de todos, y el hombre de la calle, individualista, inocente, considera que sólo piensa en lo que a el le interesa. Por eso el político da largas, estira el tiempo, los plazos, las situaciones. El político está hecho de otra pasta; es gente como los demás, pero sólo hasta el momento que se pasa al otro lado. Ese día se transforma, como en la Metamorfosis de Kafka, como el hombre hambriento, como el hombre irredento, como el creyente al llegar a las puertas del cielo, o el infierno.

¿Qué he hecho yo para merecer esto?, se pregunta el hombre de la calle, abatido, hundido, decepcionado y confundido tras el abrazo del político, que ha considerado como la manifestación del cariño de un amigo, de un colega; como si fuera la recompensa paralela al voto secreto. Y es verdad que el político se muestra amable, tierno, incluso con el adversario, pero en una demostración evidente de que no se diga, de que no se le vean las flaquezas de sus faltas democráticas, de que no salga a flote su verdadera piel. Por eso hay políticos democráticos en época de democracia que si vivieran en dictadura serían dictadores como el que más. Por eso hay políticos capaces de todo, políticos que cambian de color y de partido con toda la facilidad, políticos que le echan la culpa de sus debilidades ideológicas a la situación, a las circunstancias, a la realidad de cada momento.

Por eso los políticos mantienen siempre un tono de indiferencia que les mantiene, que no les deja caer en el pozo, que nos les sumerge en el caos. Ellos siguen, aguantan, y hasta en los peores momentos son capaces de reir y ganar y vencer. Incluso aunque pierdan siempre ganan. Les admiro. Admiro a todos los políticos. Porque los veo desde su ánimo, desde su lado, desde la dureza de su vida. Desde la incomprensión que les profesamos aunque después les pidamos favores, ayudas y ánimos incondicionales.

Los políticos mandan, deciden por nosotros, son nuestra mano, nuestra cabeza, nuestra voluntad. Todo se lo entregamos con nuestro voto. Y lo hacemos así para que nadie nos moleste, nadie nos pida cuentas. Les damos trabajo, les ofrecemos un puesto brillante, importante, pero nosotros no queremos estar ahí, donde ellos. Nosotros nos escondemos, nos limitamos a entregar un voto. Y a veces ni siquiera eso: lo hacen otros por nosotros. Votar en blanco es votar, no votar también es votar.

La democracia es el éxito de las mayorías. Y nosotros, individuos, somos una minoría absoluta que, junta, hacemos una mayoría mínima, pero fuerte, una minoría mayoritaria, grande. Somos un voto, pero muchos votos. Es ahí donde el político, ese señor, o señora humilde, que te pide el voto en la campaña electoral, se termina convirtiendo en un ser poderoso, en un ser que te sustituye, que te supera, que te manda, que te mira desde el coche oficial, el despacho impoluto y un sueldo que para ti quisieras. El político es tu vecino, un familiar o tu mismo. Uno mismo, vamos.

Políticos somos todos. Por eso creo muy poco en ellos. Porque no creo en mi. Y por eso, al mismo tiempo, les valoro, les animo y les aplaudo. Todos somos políticos de nosotros mismos. Por eso así nos va. Y es que el político al que criticamos, en el que desconfiamos, al que nos entregamos, somos nosotros sin ir más lejos. No le demos más vueltas.

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