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El imperio de las cosas
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El imperio de las cosas

Actualizado 14/03/2015
José Luis Cobreros

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Se queja Luis de no tener tiempo para nada. Constantemente se desplaza de un lugar a otro como si en cada trayecto se le fuera la vida. Su reloj no solo marca las horas, además, se ha convertido en un potente generador de estrés. Cuando lo consulta, la expresión de su cara cambia radicalmente. Lo cierto es que siempre se le escapa algo, por muy bien organizada que tenga su agenda.

Pocas veces le veo relajado, y son contadas las ocasiones que me dedica quince minutos para tomar un café. Sin embargo, cuando disfruto de ese tiempo, no dejo de reprochar la vida que lleva.

Pero, es evidente, que nuestra vida esta influenciada desde el exterior. Son las cosas y las obligaciones que contraemos al tiempo de vivir quienes trazan la ruta que seguimos.

Todos nuestros momentos están condicionados por algún agente externo. Evitar que esto ocurra es imposible, porque estamos inmersos en ámbitos que escapan de nuestro control. En el trabajo, por medio de presiones de todo tipo; en los espacios de ocio, muchas veces transigimos y perdemos nuestro tiempo en actividades que no nos satisfacen; incluso nuestra vida afectiva, demasiadas veces discurre por atajos que otros han fijado sin consultarnos.

Mientras tanto, como le ocurre a Luis, corremos de un lado para otro con el tiempo tasado, sin saber si avanzamos o retrocedemos. Yo aconsejo, para no sentir frustraciones, establecer un margen de pérdida en todos nuestros éxitos, y otro mayor, de ganancia, para cuando fracasamos. Por dos razones: cuando nuestros objetivos se han alcanzado, no disfrutamos de los beneficios obtenidos. Poco tiempo después, aparecen empresas más ambiciosas en el horizonte que requieren de nosotros más dedicación y mayores esfuerzos. Cuando fracasamos, sentimos frustración pero, al menos, aplicamos un tiempo a reflexionar. En este caso, la ganancia ha de buscarse en el análisis que hacemos de la realidad. Cuantas decisiones importantes son promovidas por situaciones de fracaso. Estos tropiezos, son los botones de alarma que nos despiertan y nos obligan a rectificar el rumbo.

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Un sencillo análisis de la realidad, permite deducir que un abultado patrimonio, exige excesivo cuidado y, la vida se puede escapar, mezclada con las cosas, sin haberla despojado de su envoltorio. Por tanto, son las cosas las que nos atrapan; las que no nos dejan vivir como queremos.

Pero nunca maduramos. Seguimos siendo niños; niños que promueven guerras sangrientas y duermen tan tranquilos; niños que se enrabietan y se apoderan de todos los recursos, aunque terminen estropeados en enormes almacenes; niños que juegan a la política, gobernado a los demás en propio beneficio.

O, quizá no seamos tan niños, y haya llegado el momento de evaluar la vida que llevamos; esa que no vivimos porque no nos dejan. Quizá sea el momento de parar nuestra carrera, aunque solo sea para observar la Naturaleza y emular sus principios.

Los animales y las plantas no piensan, pero jamás tuercen su conducta. Existe un imperativo natural; un equilibrio, para evitar interferencias entre ellos. Podemos afirmar que, la Naturaleza, no admite modificaciones en su configuración. Siempre es puntual en los procesos y sabia en sus resoluciones.

Cada año llega la primavera; las lluvias del invierno no omiten hidratar los campos; nunca faltó a su cita el amanecer, ni la noche se olvidó de otorgarnos el descanso. El ser humano no puede mejorar estas leyes, por muy avanzada que se encuentre la ciencia.

Hemos olvidado que somos una parte de esa Naturaleza que todo lo gobierna con leyes ancestrales y perfectas. Nosotros no creamos nada, solo comprendemos lo que ella nos enseña. Y, esa naturaleza, de la misma forma que cumple con responsabilidad la tarea de mantener actualizados los procesos, castiga contundentemente a quienes intentan cambiarlos.

Tal ocurre, por ejemplo, con las personas. Creemos conquistar el mundo por el hecho de conocerlo. Pero es un error transformar ese conocimiento en una propiedad, como si de cosas se tratara. La vanidad con que proclamamos nuestros saberes, nos empobrece. Y, la Naturaleza nos recuerda que, no adquirimos las cosas; que son estas quienes nos atrapan en sus redes cuando no las utilizamos como medios para fines lícitos.

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