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La vida por la libertad de la fe
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La vida por la libertad de la fe

Actualizado 08/03/2015

El asesinato de los dibujantes de una publicación satírica a manos de los musulmanes ha suscitado en el mundo occidental una inmensa ola de protesta. Por una parte y por otra se han multiplicado los discursos en defensa de la libertad de expresión.

Poco tiempo después unos egipcios han sido asesinados a sangre fría al borde mismo de las aguas del Mediterráneo en una playa de Libia. Apenas unos murmullos han venido a lamentar la suerte de estos cristianos coptos, muertos contra la libertad de la fe.

Es claro que no se pueden comparar los dos casos. Pero llama la atención el contraste entre el clamor por la muerte de los primeros y la indiferencia ante la muerte de los segundos. Y, sin embargo, la sangre de unos y de otros tiene el mismo color. Y la libertad tiene los mismos derechos.

¿Cuál es la causa de la diferencia abismal entre las reacciones ante un caso y el otro? ¿Quién mueve los hilos de la opinión pública? ¿Quién agita los sentimientos, mueve las voluntades y enchufa los altavoces? ¿Quién tiene derecho a imponer una religión y a asesinar a los que creen de otra manera:

"No hay apremio en la religión; la rectitud se distingue de la aberración". Esta observación no se debe a un agnóstico o un laicista. Este pensamiento se encuentra en El Corán (Al-Baqara, 256). La idea es muy clara: no se debe apremiar u obligar a nadie en materia religiosa. No se puede imponer la fe. Y tampoco se puede impedirla.

El cardenal Javierre decía que los obispos entraron en el Concilio Vaticano II con una idea muy restrictiva de la libertad religiosa, pero allí cambiaron de mentalidad. Baste recordar el documento del Concilio sobre este tema: "Esta libertad [religiosa] consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos" (DH 2).

El panorama de la persecución religiosa es vasto como el mundo y largo como la historia. Cualquiera puede evocar todo un rosario de pueblos y países donde los creyentes han sido perseguidos, encarcelados y asesinados tan solo por serlo.

Mientras encomendamos al Dios único y misericordioso la suerte de los mártires, y también la de sus asesinos, leemos con esperanza unas palabras que pueden devolvernos la serenidad y la cordura, la tolerancia y la fraternidad: "Si tu Señor lo quisiera, todos los hombres de la tierra tendrían la fe. Pero, ¿puedes tú obligar a las personas a creer?"

Se dirá que es esta una pregunta inquietante. Y ciertamente lo es. Nos obliga a examinar nuestra conciencia. Y a evaluar comportamientos y criterios habituales.

Por cierto, esa frase se encuentra también en El Corán (Yunes, 99).

EL HIJO AMADO

Domingo 3º de Cuaresma. B.

8 de marzo de 2015

"Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí" (Éx 20,2). Así suena la introducción al Decálogo que, de parte de Dios, Moisés entrega al pueblo de Israel. Antes de enumerar los mandamientos, se recuerda la acción liberadora de Dios. La iniciativa ha venido de Él.

A la luz de ese recuerdo, los mandamientos se entienden como la respuesta humana a aquella iniciativa de Dios. Si el pueblo quiere ser libre habrá de tutelar los grandes valores morales, como la dignidad de la familia y de la vida humana, la armonía del matrimonio, la promoción de la justicia y el testimonio de la verdad.

Pero, junto a esos valores humanos, que garantizan la paz y la convivencia social, hay que descubrir el valor de lo divino. Sólo Dios es Dios. Poner a las cosas o a las estructuras en el puesto de Dios es caer en el barranco de la idolatría.

ENTREGA Y PROMESA

En este tercer domingo de cuaresma se proclama un conocido relato del evangelio de Juan (Jn 2, 13-25). En vísperas de la fiesta de la Pascua, Jesús expulsa de los pórticos del templo de Jerusalén a los mercaderes que venden bueyes, ovejas y palomas para los sacrificios y a los que cambiaban el dinero profano por las monedas aceptadas para las ofrendas.

Como se ve, la actividad de los mercaderes estaba al servicio del culto que se celebraba en el templo. Pero oscurecía el camino de la fe y apagaba la alegría de los salmos de los peregrinos que llegaban de lejos. El texto nos dice que solo Dios es Dios. Es fácil sustituirle por los ídolos. Hasta el comportamiento más cercano a lo sagrado puede estar impregnado por la mundanidad.

Los fariseos piden a Jesús un signo que demuestre la autoridad con la que actúa al expulsar a los vendedores y oponerse al sistema establecido. Pero no son capaces de admitir los signos de misericordia y compasión que Jesús va derramando por todas partes. Y menos aún reconocen a Jesús como el verdadero y definitivo signo de Dios.

LOS SIGNOS Y LA VOZ

El relato evangélico de la limpieza del templo incluye una triple observación que merece ser meditada también en estos días:

? Jesús hablaba del templo de su cuerpo. Cristo muerto y resucitado es el templo último y definitivo. Su humanidad era, es y será el espacio en el que Dios se manifiesta al hombre y en el que los hombres pueden acercarse verdaderamente a Dios.

? Jesús ofrecía como signo su poder para reconstruir el templo. Pero no se refería a la construcción herodiana, sino a su propio cuerpo. En él descubrimos a Dios. En él damos gloria a Dios y nos encontramos en oración con todos los creyentes.

? Cuando Jesús resucitó, sus discípulos se acordaron de sus palabras y dieron fe a la Escritura y a la palabra de Jesús. No se trata solo de un recuerdo psicológico. Se trata de una memoria en el Espíritu, que lleva a los discípulos hasta la verdad plena.

- Padre santo, que tu Espíritu nos ayude a descubrir el valor de tus mandamientos, a reconocer a Jesús resucitado como el signo definitivo de tu misericordia y a creer en su palabra de vida y salvación.

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