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Los dos extremos del ring
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Los dos extremos del ring

Actualizado 05/03/2015
Juan José Nieto Lobato

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Odié cada minuto de entrenamiento, pero me dije "no abandones, sufre ahora y vive el resto de tu vida como un campeón".

(Muhammad Ali)

El boleto más barato para asistir en persona al Pacquiao-Mayweather del próximo 2 de mayo costará quinientos dólares. El más caro cinco mil. Muchos, además, se venderán en casinos y a través de agencias de reventa por circuitos tan exclusivos como opacos. La taquilla, se calcula, será de veinte millones de dólares, insuficientes para cubrir los casi ciento ochenta que se repartirán los dos luchadores y sus séquitos. No se apuren, en un negocio como este nadie pierde. Todo cuadra si metemos en la ecuación los derechos de televisión y las aportaciones de los múltiples patrocinadores. Al final de la noche el campeón portará, por si fuera poco, un cinturón de esmeraldas. No es posible negar que el boxeo es un deporte para ricos. ¿O sí?

Los primeros documentos sobre el pugilato se remontan a la época minoica (Creta) y en las peleas se enfrentaban ciudadanos de toda condición social y económica, incluso reyes frente a artesanos. Siglos después sería incorporado como disciplina en los Juegos Olímipicos por iniciativa de los representantes espartanos quienes, toda vez se concedió la (deshonrosa) posibilidad de abandonar, desistieron en su participación. Para ellos la rendición era, sin duda, mucho más grave que la muerte. Pero no todo era sangre y extrema violencia. Ya los textos de Licurgo o Platón resaltaban la habilidad y el juego de piernas de los mejores luchadores. También la belleza que envuelve a lo trágico y lo convierte en espectáculo.

Esa misma belleza es la que vinieron a captar los mejores directores de la historia del cine. Algunos títulos son verdaderos iconos de la cinematografía mundial. Otros, además, obras maestras. El mío, si tengo que elegir uno, Toro Salvaje (Martin Scorsese, 1980), la historia gráfica de la tormentosa vida de Jake LaMotta y una diáfana radiografía del submundo que rodea a las cuerdas; el barrio, que con sus propios códigos masculinos del honor se convierte en la principal amenaza, el verdadero y asfixiante cuadrilátero del que solo logran escapar las mentes más preparadas.

Loïc Wacquant, sociólogo de origen francés y profesor en la Universidad de Berkeley, quiso conocer en primera persona el ecosistema de los gimnasios insertos en los ghettos de las grandes ciudades norteamericanas. Para ello viajó hasta Chicago y se alistó en uno de estos espacios. Al concluir la experiencia se sintió preparado para desmontar todas las críticas que a modo de cliché se han venido vertiendo sobre este deporte al calificar a las palestras del siglo XXI como un oasis en medio de la anarquía, escuelas de moralidad y núcleos de desterritorialización del universo de la droga. Sí, se pegan; sí, se insultan y son machistas, pero también se protegen y se alimentan, los unos a los otros, en el sueño de poder llegar a ser, un día, como Pacquiao o Mayweather. Y sí, en medio de los golpes a los sacos, de las flexiones y las múltiples repeticiones, estos púgiles aficionados llegan a sentirse, aunque solo sea una ilusión, miembros de pleno derecho de este mundo y no meros supervivientes de un destino que los arrojó en los arrabales del progreso.

Las cifras en torno a la esperada "pelea del siglo" confirman que el boxeo es un deporte para ricos. La realidad diaria de los gimnasios y los barrios marginales también. Sólo los ricos de espíritu y corazón son capaces de salir airosos de un entorno de máxima disciplina física y psicológica enclavado en los bajos fondos de la gran ciudad. Los débiles e inconstantes, mientras, perecen a diario por el camino con el rostro igualmente desfigurado por los golpes de la vida, mucho más mortíferos que los del ring. Para asistir a su entierro nadie comprará un boleto. Son las reglas de la lucha, alguien tiene que perder.

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