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El teléfono y el estatus
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El teléfono y el estatus

Actualizado 06/01/2015
José Javier Muñoz

Entre las estadísticas curiosas propias de cada cambio de año me ha llamado la atención la que contabiliza los millones de llamadas, mensajes de sms y wasaps que se producen por estas fechas.

El teléfono es hoy una herramienta multifuncional y versátil que hasta permite conocer la temperatura ambiente gracias a la localización por satélite y a ciertos dispositivos sensoriales. Junto a esta y otras muchas funciones, el teléfono tiene una aplicación muy importante que ningún fabricante hace constar y tampoco puede encontrarse en los manuales técnicos: el teléfono es un termómetro del estatus individual. Y no me refiero a la calidad, el precio ni la marca. Esta otra función, que podría denominarse termófono, deja patente de forma precisa e inequívoca la posición social del titular adulto de una determinada línea telefónica ?tanto da fija que móvil? por las llamadas y mensajes que recibe. Y por las que deja de recibir. No es una teoría ocurrente sino una constatación. Lo explico con mi experiencia personal: en los momentos en que sufro problemas importantes de índole económica o laboral, el número de llamadas telefónicas recibidas desciende de forma notable en relación con los periodos de bonanza. El fenómeno se acentúa en los momentos en que me encuentro sin dinero; entonces pueden pasar muchos días, semanas incluso, sin que nadie comunique conmigo.

Cuando las cosas le van a uno muy bien, el teléfono suena muy a menudo. Llueven los saludos, los recuerdos, las invitaciones, las solicitudes de favores y los compromisos. Mientras tuve cargos (siempre profesionales, y más de responsabilidad que de relumbrón) recibía innumerables llamadas de gente feliz por mi supuesta felicidad y predispuesta a disfrutar tanto como yo de mis hipotéticas prebendas. Hubo dos ocasiones en particular en que me llovieron amigos. La primera fue porque, siendo yo delegado de Radio Nacional de España en Baleares, un técnico que había trabajado conmigo y pintaba bastante en UGT tuvo la ocurrencia de proponerme para dirigir RNE en Cataluña. Abortó el proyecto la diputada Ana Balletbó. Con muy bien criterio por cierto, puesto que ni el proponente ni nadie me habían consultado si me interesaba, no soy catalanohablante, no conozco bien aquella espléndida comunidad y, sobre todo, porque no podían esperar de mí que les rindiera provecho político alguno. La segunda ocasión fue a raíz de que mi nombre surgiera en una insólita terna para la dirección de las tres cadenas nacionales de RTVE (TVE, RNE y Radiocadena). No vean el aluvión de llamadas de colegas entrañables y antiguos conocidos que curiosamente me recordaban con mucho cariño después de años de no haber tenido contacto desde alguna coincidencia fugaz en un aula, una redacción o un restaurante. Llegaron a despertarme un domingo temprano por la mañana, cuando me encontraba de vacaciones lejos de mi lugar de trabajo. Me llamaba un cargo intermedio de la empresa para darme la enhorabuena y "confirmarme" la inexistente noticia. Cuanto más lo negaba yo, más se convencían mis comunicantes de que me verían encumbrado en un lugar que ni me correspondía ni me interesaba, eso sí, con cada uno de ellos apoltronado a mi vera.

Esto parece un ejercicio de vanidad, pero ya voy con el antídoto. El tiempo, más que mis desmentidos reiterados, puso en su sitio las inconsistentes glorias, y no tardaron en propinarme una larga etapa de ostracismo y contrariedades profesionales y económicas. Ahí vino la confirmación empírica del teléfono como notario, en este caso mudo, del devenir de nuestras vidas. Ahora mismo, cuando mi estatus es tan gris como el de cualquier jubilado en modesta situación, apenas recibo llamadas. Y suelen ser ­(¡oh publicitarios, tan ciegos como los políticos!) para venderme precisamente más teléfonos, más líneas, más potencia de comunicación con un mundo al que intereso una higa.

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