Son escenas mínimas que me deslumbran. Una suerte de poemas urbanos que desnudan cualquier atadura de la virtualidad casi permanente en que nos movemos, posiblemente para sortear el derrumbe que nos rodea, para amilanar la congoja que supone la existencia. No hay épica y la poesía que emana es más un sortilegio que otra cosa. Quizá la perplejidad que me generan sea la respuesta de un cínico a la locura de la vida, al vacío insoportable de un amanecer frío en que una voz firme, y cuyo eco reverbera en las paredes de una hilera de casas feas, procedente de esa mujer que la descubres sola, radicalmente sola, empujando el carro mientras grita, gesticula y recoge la basura del suelo con energía. Almodóvar puro. Tiene unos cascos y habla por su móvil. Relata algo que me llega nítidamente a mis oídos, pero no importa lo que dice la barrendera. Es su imagen, el contraste de su figura grácil que se enmarca gracias a la luz del alba, su voz que inunda una calle inhóspita y la traslada a otro lugar, muy lejos, mientras yo sigo su rastro ausente hasta perderme en la siguiente esquina hacia la estación del metro.
En el vagón la gente se apelmaza apenas recién despierta, ensimismada mientras intenta no preguntarse qué hace allí, a esas horas, hacia ese destino absurdo. Un paréntesis subterráneo del barrio hacia cualquier sitio. Y la veo a mi lado sacando su ipad del bolso, abriéndolo y mostrando un manojo de posits que están adheridos por doquier al moderno instrumento. Quizá sean notas recordatorias que deben tenerse en cuenta antes de activarlo. Una combinación exquisita de viejos usos con la práctica más usual y determinante de nuestra civilización, la cadencia en la consulta del teléfono, el barrido de la pantalla con el índice para desbloquearlo, constatar que todo está en orden, volverlo a apagar para retomar la rutina minutos más tarde. Pero el posit impone otro orden a las cosas, un guión necesario, un paso previo y más presente que cualquier otro mensaje. O quizá solo se trate de un traslado pasajero de esos papelitos amarillos que terminarán adheridos a la pantalla del ordenador de la oficina. Retazos de memoria, avisos de última hora, lacónicos apuntes fundidos en la intimidad del estuche con el teléfono con el que, ¿quién sabe?, quizá antes había llamado a su amiga limpiadora.
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