, 28 de abril de 2024
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'Pinocho', la última versión en castellano
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Traducción de Antonio Colinas de la obra de Carlo Collodi

'Pinocho', la última versión en castellano

Actualizado 27/12/2014
Antonio Colinas

SALAMANCArtv AL DÍA les ofrece algunos capítulos de la conocida obra, que en esta edición aparece con ilustraciones de Manuel Alcorlo y prólogo de Emilio Pascual

[Img #183652]

Capítulo 1

De cómo acaeció que el maese carpintero

Cereza encontró un trozo de madera

que lloraba y reía como un niño

HABÍA UNA VEZ?

?¡Un rey! ?dirán en seguida mis pequeños lectores.

No, muchachos, os habéis equivocado. Había una vez un

trozo de madera.

No se trataba de una madera lujosa, sino de un simple

trozo de madera del montón, de esas que en invierno se

echan en las estufas y en las chimeneas para encender el

fuego y para caldear las habitaciones.

No sé cómo acaeció, pero el hecho es que un buen día

ese trozo de madera fue a parar al taller de un viejo carpintero

que tenía por nombre maese Antonio, aunque todos le

llamaban maese Cereza a causa de la punta de su nariz, que

siempre se hallaba lustrosa y amoratada como una cereza

madura.

Apenas vio maese Cereza aquel trozo de madera, se puso

muy alegre y, frotándose las manos de puro contento, refunfuñó

a media voz:

?Esta madera ha llegado en el momento oportuno y quiero

hacer uso de ella para construir la pata de una mesita.

Dicho y hecho. Tomó en seguida su afilada hacha para

comenzar a descortezarla y a rebajarla; pero cuando estuvo

a punto de darle el primer hachazo, se quedó con el brazo

suspendido en el aire, porque sintió una vocecilla extremadamente

sutil, que dijo a modo de ruego:

?¡No me pegues tan fuerte!

[Img #183651]

¡Figuraos cómo se quedó el bueno y viejo maese Cereza!

¡Sus extraviados ojos dieron vuelta a la habitación para

ver de dónde podía haber salido aquella vocecilla, y no vio

a nadie! ¡Miró bajo el banco, y nada; miró dentro de un armario

que siempre estaba cerrado, y nada; miró en el canasto

de las virutas de serrín, y nada; abrió asimismo la puerta

del taller para echar una ojeada a la calle, y nada! ¿Y entonces...?

?Comprendo ?dijo luego riendo y rascándose la peluca?,

se ve que yo mismo he imaginado esa curiosa vocecilla.

Pongámonos de nuevo a trabajar.

Y cogiendo otra vez el hacha dio un golpe imponente al

trozo de madera.

?¡Ay! ¡Me has hecho daño! ?gritó quejándose la misma

vocecilla.

Esta vez maese Cereza se quedó estupefacto. Los ojos se

le salían de las órbitas por el miedo, la boca se le abría de

par en par, y la lengua le colgaba hasta el mentón, como en

el mascarón de una fuente.

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Apenas recuperó el uso de la palabra, comenzó a decir

temblando y balbuciendo de miedo:

?Pero ¿de dónde habrá salido esta vocecita que ha

dicho "ay"? Y, sin embargo, aquí no se ve un alma. ¿Habrá

sido casualmente este trozo de madera el que ha aprendido

a llorar y a quejarse como un niño? Yo no lo puedo

creer. Aquí está la madera; se trata de un trozo de madera

para quemar, como las demás, y habrá que echarlo al

fuego ya que debo poner a hervir una olla con habichuelas.

¿O quizás?? ¿Se habrá escondido alguien en su interior?

Si hay alguien escondido, tanto peor para él. ¡Ahora

lo arreglo yo!

Y diciendo esto, cogió con las dos manos aquel pobre

trozo de madera y empezó a golpearlo sin piedad contra las

paredes de la habitación.

Luego se puso a escuchar con el fin de oír si había alguna

vocecilla que se quejara. Esperó dos minutos, y nada;

cinco minutos, y nada; diez minutos, y nada.

?Ya comprendo ?dijo entonces esforzándose en reír y

enmarañando su peluca?, se ve que aquella vocecita que ha

dicho "ay" me la he imaginado yo. Volvamos al trabajo.

Y como se le había metido dentro un gran miedo, intentó

ponerse a canturrear para darse un poco de valor.

Mientras tanto, dejando a un lado el hacha, tomó la garlopa

para cepillar y pulir el trozo de madera; pero, mientras

lo cepillaba de arriba abajo, oyó la vocecita de siempre que

le dijo, riendo:

?¡Para ya! ¡Me estás haciendo cosquillas en el cuerpo!

Esta vez el pobre maese Cereza se derrumbó como fulminado.

Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado

en el suelo.

Su rostro parecía transfigurado e incluso la punta de la

nariz, que siempre tenía amoratada, se le había vuelto azulada

por el gran miedo.

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