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Historia de Azucena
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Cuento de Navidad

Historia de Azucena

Actualizado 24/12/2014
Ángel de Arriba Sánchez

Y en esta inmutabilidad, en la completa indiferencia hacia la vida y la muerte

de cada uno de nosostros se esconde, quizá, el secreto de nuestra salvación...

"La dama del perrito" Antón Pávlovich Chéjov

Son curiosas esas frases que en las familias se pasan de labio a labio las generaciones. Así Azucena, antes de sorprenderse pronunciándola a la menor, escuchó la suya de los de de su madre.

Yo la conocí, y oí a menudo su frase, y lo que de ella sigo contando, sucedió realmente, como si esto importara en las cosas del narrar.

Podría decir que cierto era que todos pensábamos de ella que lo único bonito que tenía era el nombre. Era mujer más que pequeña, chaparra, contrahecha desde niña y había crecido sin remedio de arreglo. Si no recuerdo mal, algo cojeaba, peinaba una media melena como sacada de una mala película de mosqueteros? y, ya no sigo, que esto parece hilado del costurero de Dickens, o alguien así.

Decir que era de un feo rematado a mala saña, no va a ser necesario que lo insinúe siquiera.

Por aquel entonces yo trabajaba de librero en una ciudad que tiene, por si la quieres buscar, un monumento centenario con 166 arcadas de granito. Acudía a diario a un mesón que había cerca de mi casa, y allí participada en una peña de fortuna en la que, semana tras semana, un grupo de amigos soltábamos los galgos de los boletos para cobrarnos alguna pieza de la suerte. Aucena era parroquiana también de aquel bar, no vivía lejos de mí, y participaba en la peña.

En mis dos últimos años me hicieron tesorero de nuestra cuadrilla, y en la malahora que acepté, que siempre me tocaba andar tras el rastro de lo escaqueados de sus pagos de la quiniela, la lotería, la ONCE, la bonoloto?, y ya no sé qué más cartuchos de agüeros con los que disparábamos cada semana. Pero con ella nunca tuve ese problema, que la mujer fue siempre la primera que me pagaba. Y en cada ocasión, ella me enseñaba su sonrisa de chatarra oxidada, y venga con el repetido de su frasecita.

Creo que en aquello de la peña andaría metido unos diez años, y claro, tanto tiempo da hasta para conocer a la gente. Nunca nos tocó nada digno de reseñar en papel alguno, pero siempre caía algún pico que nos daba para una cena navideña y para el copeo de una noche de montería por la amistad. En esos jolgorios mínimos fui conociendo mejor a la mujer. Una vez fuimos parejos en la mesa, y pasadas las burlas, chanzas, y guiños de los demás, nos contamos de la marea de días que nos habían llevado hasta aquella orilla de hora fraternal. Tendría entonces sus cuarenta años; como yo. Ambos éramos de pueblo, de familia numerosa y desde pequeños habíamos ido trabajando en lo que nos había salido. Estaba soltera; yo también, pero lo mío se entendía que era por pereza o brío de picaflores, y lo suyo como una condición natural, un atributo obvio, como lo son las púas en los cardos o el latigazo en las ortigas.

Ella trabajaba en una empresa de limpieza, aseando oficinas bancarias, clinicas y otros locales, y yo en los libros, como dije. Un año en la cena, al tercer vino le solté que ella, bien mirado, era en realidad académica, pues como el enorme tocho del diccionario de la Real Academia que yo vendía ,limpiaba, brillaba y daba esplendor? Creo que no me entendió la broma, y a día de hoy, quince años después, no me perdono mi exceso de gracia.

Supe que vivía en un aparta-estudio de 40 m2 que un tío suyo había sacado al dividir una vieja vivienda familiar en tres. Ella le había comprado uno con su sueldo, otro era de un albañil algo sucio,ruidoso, maleducado, y, con mucho de zafio, según me dijo, y el otro apartamento lo alquilaba su familiar a estudiande de los Erasmus esos. No me lo dijo, pero supe que hacía tiempo que se había resignado a su soledad, a la soltería, y a la vida estanca y gris que todos le adivinábamos.

Un año, después de 90, la librería donde trabajaba desapareció y el local pasó a ser una franquicia de una elegante boutique. Regresé entonces a mi ciudad natal, y seguí tras otro mostrador en el mercadeo de las palabras. Otros bares acogieron mis asuetos, y otra peña satisfacía mis aficiones cinegéticas por la caza de la suerte. Un día, cuando pagaba mi cuota semanal, sorprendí resbalando por mis labios a las paalabras de la frase de Azucena, y sonreí.

Hace dos años pasé unos días en aquella ciudad. El regreso fue emocionado, y lo primero que hice cuando me istalé en el hotel, fue acudir al mesón. Allí encontré a algunos de la peña, y entre vinos me fueron poniendo al día. Hacía seis años les había tocado el cupón de la ONCE. ¡Manda narices!, pensé, diez años comprando el mismo número, me voy, y ya ves. Todos habían cobrado un buen pellizco, y yo me pellizcaba aquel día la mejilla para que no se me notara mi cara de mala leche.

Los 20 de la peña con sus buenas perras, y yo allí masticando entre mis dientes la puñetera frase de la otra. ¿Y Azucena, qué es de ella? pregunté. "Pero, ¿es qué no lo sabes? ¡Pero si salió en todos los periódicos, en la radio y hasta en la tele!" me respondieron incrédulos, pero yo allí seguía, con mi cara de lelo. Seis millones de euros le habían caído al cuponazo de la mujer. ¡Manda perdices, eso si que es una pieza de caza mayor!

Que la llamaban la condesa, me dijeron, que si la veía no la iba a conocer, que parecía hasta guapa de lo que se había hecho, que se había comprado una chalezazo a las afueras, que tenía chófer, jardinero y cocinera. Que tenía ya bien viajado el mundo entero, que unos decían que paseaba del brazo de un cubano que para qué, aunque otras decían que era un rumano de un par de metros...Y en fin, escuché muchas más historias extravagantes que en estos casos son fáciles de creer.

Salí aturdido. Sería por la noticia, o más bien por el vino y el champagne francés que ahora se gastaban los puñeteros, aunque eso sí, aquel día me invitaron a comer.

El resto de los días de mi visita paseé ofuscado por la ciudad, y por el mesón ni hice intención de volver. La última tarde caminaba por la alameda del río disfrutando de la consoladora belleza como quién se conforma con la calderrilla de la vida. Musitando la fracesita de la que no me podía desprender, cuando reconocí a Azucena en la que se me cruzaba por el sendero de la ribera.

Era verdad: parecía hasta guapa.

Hablamos toda la tarde, y me confirmó muchos rumores de su nueva vida, y me desmintió muchos más. Era verdad lo del chalet, y lo del chófer, pues ella nunca se había sacado el carnet. Era verdad que había recorrido medio mundo, que había adquirido la empresa de la limpieza donde trabajaba, que amores le había comprado su dinero, que muchos días fueron de desenfreno, y también verdad era , me decían sus ojos tristes, que la riqueza no le había sabido dar lo sencillo y necesario que desde niña buscaba.

Por ello sería que había vendido el chalet, despedido al servicio, parado sus pies en la ciudad de siempre, vuelto a la labor en la gerencia de su empresa,y hasta se había mudado a su viejo apartamento.

Ayer recibí su felicitación navideña. Me cuenta que sigue todo igual. Al leer su carta me la imaginaba en su pequeña vivienda, acaso acostada en su cama, a oscuras, oyendo los cuescos del albañil, la tele alta del vecinos de arriba o la riña conyugal de agunos otros, o las voces ebrias de los jóvenes de jarana en la calle, o los jadeos amatorios de los del Erasmus.

Y me la imaginaba entrando feliz en el sueño, musitando tal vez la frase que le decía su madre mientras regaba las macetas de las flores de su nombre, o limpiaba los cacillos de latón con las cáscaras de los limones : "Mira hija, la mayor suerte que se puede tener, es nunca necesitarla".

Fotografía: Pilar Hoyos, albercana de 96 años.

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