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INÚTIL.es, por Jesús Cid
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OPINIÓN

INÚTIL.es, por Jesús Cid

Actualizado 14/12/2014
Redacción Ciudad Rodrigo

Me asomo a la ventana y compruebo que la máquina rompe la misma calle y el mismo lugar donde, no hace mucho, se cavó la misma zanja

Mientras escribo este artículo guiso una liebre. Le he añadido un puñado de alubias para que la comida sea contundente y pueda rentabilizar las dos horas de cocción con el ahorro que supondrá su ingesta en tres o cuatro jornadas. Los guisos están mejor, bastante mejor, de un día para otro. Mientras el cadáver de la rabona cuece lentamente emitiendo un rítmico cloc, cloc, escucho un atronador ruido que proviene de la calle y que hace retumbar mi cabeza al tiempo que las paredes del edificio. También es rítmico el bum, bum, bum, aunque desagradable y antinatural. En estas, me doy cuenta, que no fui capaz de desollar la liebre. Tuvo que ser una anciana abuela, aquejada con los achaques propios de una dura y trabajosa vida, quien le quitara el pellejo con rapidez, precisión y maestría. Soy un inútil.

Mis paseos mañaneros van acompañados de la fría y blanca escarcha que cambia el paisaje y que, tarde y débil, acude a la cita invernal. Escucho los gruñidos desesperados de un cerdo que va a ser sacrificado para sustento y apoyo de la economía familiar. Es un rito venido a menos que desaparecerá y que cuando éramos más listos, o menos europeos, se convertía en día de fiesta, de convivencia amistosa y familiar. Mastico, mientras escucho los últimos estertores del cochino, que no aprendí en su día, lo tuve a huevo, el arte de clavar el cuchillo certero en la garganta del animal, como tampoco su posterior despiece, con cuidado para no romper los intestinos, como tampoco descarnar y seleccionar la carne que se transformará en embutido. Soy un inútil.

El progreso es lo que tiene, ha primado la producción industrial reduciendo al olvido a aquellos gallos de corral, "saltapesebres", que engordaban al ritmo natural alimentándose del pienso que dejaban de sobra otros animales domésticos, o escarbando entre las boñigas de las vacas para comer el grano que estas no digerían. Llegado el día, ese gallo se convertía en el plato principal, cuando no único, de la celebración en cuestión. Muchas veces vi como la mano experta realizaba la transición entre vida y muerte de forma sencilla. Consistía en doblar el cuello realizando una pequeña incisión en el cráneo, para que el chorrito de sangre que se liberaba, terminara rápidamente con la gozosa vida del ave. Hoy, el que abajo firma, sería incapaz de hacerlo. Soy un inútil.

Aquellos que tienen vacas lecheras en el corral, saben que lo que se envasa actualmente en cartón, cumplirá con las exigencias de sanidad e higiene, pero el líquido que contiene no puede llamarse leche, dudo que lo sea. No me recuerda en nada a aquella que extraje tantas veces directamente de la paciente vaca. Pero en estos momentos sería incapaz de apear al animal, sentarme en la tajuela, masajear la ubre y con una ligera presión en la teta, llenar el cubo de auténtica leche. Soy un inútil

En estas, súbitamente, abandono mis inútiles pensamientos. Ya no escucho el agradable coc, cloc de la olla con la liebre y las alubias. Sólo el bum, bum, atronador que estremece el edificio. Me asomo a la ventana y compruebo que la máquina rompe la misma calle y el mismo lugar donde, no hace mucho, se cavó la misma zanja. Será para colocar los tubos, o cables, que olvidaron introducir en su día. Entonces confirmo que somos unos perfectos inútiles.

Jesús Cid

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