No es lo mismo cacho que trozo. Los del cacho andan a tres menos cuartillo; en cambio, los del trozo son aquellos, que predican que vamos por buen camino y se lo creen, o, al menos, lo aparentan.
Me levanté aquel día muy temprano. Los chupiteles gordos y puntiagudos colgaban de los tejados. Una bandada de pájaros picoteaba la paja, que el tío Ángel había desparramado sobre la nieve, para evitar que nos rompiéramos la crisma. Aquella noche había helado mucho. La voz del sereno sonaba limpia y tintineante en el hueco inmenso de un firmamento estrellado. Te daba la impresión de que el mundo fuese una damajuana de cristal transparente.
Aquel día no hubo escuela. Nuestras madres nos decían: "Quietecitos en la cama, que ha nevado y hace mucho frío".
Nosotros, al oír la palabra fatídica de frío, nos arrebujábamos más en la manta y rebuscábamos el escaso rescoldo que se escondía entre las sábanas.
Aquella lumbre era demasiado escasa y demasiado pobre para tanto frío. Escarbar era casi inútil, se trataba de una lumbre de burrajos, que tenía en el medio un poco de cisco rojo y unos palos delgados de roble, que parecían los bigotes de un gato, y que se consumían casi al instante.
Nosotros no teníamos monte ni cepas ni manojos ni aquellos pucheros grandes que servían para todo; ni calderas de cobre suspendidas de las llares, en las que hervía el agua sin parar; ni sartenes grandes, que sobresalían por todos los costados de las "estrébedes", en las que se freían los torreznos grandes, los trozos de chorizo y los huevos en un santiamén.
La cocina de mi madre tardaba muchas horas en cocer los garbanzos, en freír el cacho de tocino, el cacho de chorizo y el cacho huevo. En la lumbre del señor de la casa grande, todo era grande, trozos grandes de tocino, trozos grandes de chorizo, huevos grandes, que se deslizaban por el culo de la sartén.
En la casa de mi padre, todo eran cachos: el cacho tocino, el cacho chorizo y el cacho huevo.
No sabía explicarme tanta diferencia ni sabía explicar por qué existía tanta desventaja entre las lumbres; ni tampoco entendía por qué la lumbre del señor de la casa grande era de garrobaza y de palos grandes de encina y de cepas, que no se consumían nunca, que hacían retirarse para atrás y llenaban de "chivas" las piernas de las mozas.
Mi madre, para podernos calentar los pies, nos encendía un cacho de brasero de cisco.
Y no quedaba ahí la diferencia de clases. En la escuela, había niños que entraban con los mocos helados pegados en el labio de arriba. No tenían ni moquero para limpiarse los mocos. Estos muchachos entraban en la escuela calentándose las manos con el aliento. Aprovechaban todo atisbo de calor que manaba de su cuerpo. Y Tenían los pies como carámbanos, porque no podían alcanzarlos con el aliento. ¡Cuánto frío! Frío en casa, mucho frío en la calle, mucho frío en la escuela y mayor frío en la iglesia. Todo el pueblo, desde noviembre hasta marzo, era de frío.
Había otros niños, que llevaban una estufa a la escuela. Aquí también había desventajas. Había estufas que eran latas de sardinas, las madres, antes de salir de casa para ir a la escuela, las llenaban con un rescoldo de paja de burrajos. ¿Eran como un engaño o un consuelo? Cuando llegabas a la escuela, no quedaba una brizna de calor. Era inútil que llevases la cuchara para escarbar, ¿qué ibas a encontrar dentro? En cambio, existían las estufas de caja de metal, con tapadera agujereada y con unos listones de madera encima para que no se quemasen los zapatos ni los pies. Esta estufa era el patrimonio del hijo y de la hija del señor de la casa grande. Ésta sí que daba calor. Estaba llenita de ascuas de palos de encinas, de manojos encendidos y, para que durasen más, las madres las cubrían con ceniza de garrobaza bien prendida. A veces, dejaban poner sobre la tapadera un cacho de pie a los compañeros que tenían al lado, pero sólo un cacho, que ni siquiera servía de alivio. Me vino esta historia verdadera de antaño, porque un amigo me habló en la tertulia de una estufa que le había regalado una amiga.
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