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Alfonso y la jerarquía del número dos
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Alfonso y la jerarquía del número dos

Actualizado 18/11/2014
Daniel Prieto

Cuando Alfonso Guerra deja la política, ocurrió la semana pasada, lo anuncia en la Comisión de Presupuestos del Congreso como quien deja de jugar al ajedrez o a las cartas. Y lo curioso es que Alfonso quizá lleve razón: se va siendo un gran desconocido. S

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El joven Alfonso llega a la política a través de las Juventudes Socialistas clandestinas mediado los años sesenta, donde contacta con Felipe González. Años en los que la Dictadura tenía todo bajo control. Así, el joven Alfonso, más que hacer ruido se dedicaba a preparar obras de teatro y a representarlas con un grupo de amigos que fueron el germen del Partido Socialista en el interior.

Hacia el final de aquella década, Alfonso Guerra, casado con Carmen Reina, abre una librería con el nombre de Antonio Machado sin saber siquiera si podía hacer uso de aquel nombre, vetado por muchas razones desde el mundo franquista. Una librería que, al parecer, fue sitio de paso de muchos disidentes antifranquistas.

Llegamos a 1974 y en el Congreso que el Partido Socialista celebra en Suresnes, Guerra y Nicolás Redondo aúpan a Felipe González hacia la Secretaría General del Partido en detrimento de los históricos del exilio, que estaban dirigidos por Rodolfo Llopis.

Un año después, con el fallecimiento de Franco, Guerra se encuentra a la vanguardia de la transición a la democracia, y aunque quiere dejar a Felipe todo el protagonismo, sus declaraciones no dejan a nadie indiferente. Guerra se come los micrófonos y comienza a marcar un estilo al que los españoles no estaban acostumbrados.

Hablar con aquella naturalidad con la que él discrepaba del poder era algo nuevo para aquella España en la que en cualquier escuela o centro oficial aún mandaba un crucifijo y las fotos de los divinos calvos, Franco y José Antonio. ¡Guerra era un osado!

Participó junto a su adversario en UCD, Fernando Abril Martorell, después gran amigo suyo, para ajustar esos flecos que se les podían haber "escapado" a los distintos ponentes de la Constitución. Entonces y siempre, hasta el 91, ejerció como el "hombre malo" de Felipe "el bueno". Un dueto que funcionó de maravillas.

Comenzamos diciendo que muchas personas no conocen a Alfonso Guerra porque la imagen que más ha vendido de él es la del Guerra estridente, vocinglero, perverso, sarcástico e irónico de las campañas electorales, siempre dando "guerra". Pero muy lejos de aquello existía un Guerra con una formación en Filosofía y Letras a quien le hubiera gustado ser poeta o niño.

"Tengo la curiosidad de un niño. Me interesa todo lo nuevo", decía. Un Guerra profundo: "El ser humano vive de la idealización de los recuerdos y de la ilusión del futuro: estamos sin darnos cuenta? Yo estoy en lo que ocurre". Otro Guerra clarividente: "Desgraciadamente, Reagan y Thatcher vendieron la idea, que también caló en la izquierda, de que no hay que cambiar el mundo, sino administrarlo bien".

Con éstas y otras, bibliotecas y hemerotecas están llenas de frases ácidas o dulces con las que Guerra se llenaba de votos. Pero en la corta distancia siempre aparecía el poeta, y uno de sus biógrafos, antiguo guerrista, dijo en cierta ocasión "que Guerra era un personaje más literario que real".

El ser político era una mezcla de trabajo, de dedicación plena y de ideas, y cuando le mandaban en el partido, siempre lo dijo así, la misión de preparar elecciones, Guerra ganaba cuatro y tres de ellas por mayoría absoluta. Eran los momentos del Guerra ingenioso, mordaz, único, a quien se le "veían" los gestos hasta por la radio. Sus descamisados le azuzaban: "Alfonso, dales caña". Él improvisaba: "Que no puedo, no puedo, me lo ha prohibido el médico. El médico de ellos, claro".

Guerra, hoy, le quita importancia, o lo niega, como ese poeta que reniega de sus versos más diáfanos. A don Alfonso le gusta hablar de cultura, de Mahler, quien desde el más allá le debe estar muy agradecido, pues en cierta ocasión por decir que su música le ayudaba a la reflexión, los discos se agotaron.

Guerra, sobre todo, fue un gran animador y las plazas se llenaban no para oír obviedades, sino circunloquios graciosos o frases como ésta: "Necesito vuestra ayuda porque quiero sacar a esta gente del Gobierno. Y no por capricho personal o manía, que sí les tengo?". O esta otra: "Los compañeros, cuando me dan paso, siempre dicen lo mismo, que cómo me van a presentar? ¿Es que acaso soy impresentable?, me pregunto yo". El recinto tronaba en aplausos.

Los que le admiraban decían que debía haber un Alfonso Guerra por provincia. Y como respuesta a quienes le tildaban de insultador oficial, él se defendía señalando: "Yo no insulto, analizo".

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