Como pequeños ángeles, en vuelos descendentes y silenciosos desde los cielos de sus ramas, estos días de otoño van cayendo las hojas, como metáforas del tiempo estacional, de esos continuos ciclos de muerte y resurrección en los que estamos.
Los coches las aplastan con sus ruedas. Nosotros las hacemos crujir con las suelas de nuestros zapatos, de manera inconsciente, como si nada nos ligara con ellas. Y destruimos su belleza, sus geometrías conseguidas, esa caligrafía desplegada de sus nervaduras, sin darle importancia alguna.
Ciclos de vida y muerte. Estos días de atrás, los campesinos han ido sembrando sus cereales, el trigo especialmente. Y, pese a que no sientan ese antiguo dictado evangélico ("Si el grano de trigo no muere..."), acuden cada otoño a su llamada y siembran sus tierras, entierran las semillas, que en primavera serán resurrección.
Y esta experiencia de vida y muerte, de muerte y resurrección, la tenemos tan interiorizada, que forma parte de lo esencial de nuestro estar en el mundo. Aunque no lo sepamos, lo intuimos oscuramente. Ya el emblema de los misterios de Eleusis, en la antigua Grecia, era una espiga, como emblema de esos ciclos del morir y el resurgir, de la tiniebla y la luz.
Hojas caídas. Siembra de los granos. Ante el ruido tan ensordecedor de la actualidad (corrupción tras corrupción), qué poco atentos estamos a lo esencial, a lo que más importa. Y qué purificados y apaciguados quedaríamos, si fuéramos conscientes de lo que más importa.
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