A veces su madre se acercaba antes de ir a sentarse a su rincón.
-Es la biblioteca ?decía-. Pronunciaba mal esa palabra que oía de la boca de su hijo y que no le decía nada, pero reconocía la cubierta de los libros.
-Sí ?decía Jacques sin levantar la cabeza.
Catherine Cormery se inclinaba por encima de su hombro. Miraba el doble rectángulo bajo la luz, la ordenación regular de las líneas; también ella respiraba el olor y a veces pasaba por la página sus dedos entumecidos y arrugados por el agua del lavado como si tratara de conocer mejor lo que era un libro, de acercarse un poco más a esos signos misteriosos, incomprensibles para ella, pero en los que su hijo encontraba, con tanta frecuencia y durante horas, una vida que le era desconocida y de la que volvía con una mirada que posaba en ella como si fuera una extranjera.
El primer hombre | Albert Camus
Terrible y hermosa a un tiempo esta cita de uno de los grandes de la literatura que revela el poder de atracción de las historias y el deseo de encontrarse con ellas.
En esta novelita de perfil autobiográfico, parva solo en su extensión, Camus puntea muchas cosas, y una de ellas es la pertenencia a los libros, a las palabras, como el territorio más humano.
Por esos extraños vericuetos que provocan los vocablos cuando arman relatos y crean puentes de significación hacia otras historias, esta del joven protagonista camusiano, que abandona su territorio lector con la mirada todavía turbada, me ha cambiado el paso y me lleva hacia la siguiente escena que les resultará familiar.
Se trata de un episodio vivido por muchos padres que al llegar a casa o sin salir de ella, después partirse el lomo trabajando, saturados y próximos al agotamiento, deciden que es el momento para que "la tierra se pare y poder bajarse" aunque sea solo por unos minutos. Entonces, reconfortados tras una revista, el periódico deportivo o el ebook que están leyendo a trompicones, deciden adentrarse en otros espacios que también conforman nuestra realidad.
En esos instantes de inefable dicha puede ocurrir que nuestro hijo se acerque blandiendo un cuento, se siente a nuestro lado, lo abra y deslice su mirada por él, emulando con cierta torpeza la mecánica que observa en nosotros. Y darse el caso de que al contemplar sus esfuerzos por el rabillo del ojo nos levante una sonrisa al descubrir que está sujetando el libro boca abajo.
¿Qué está pasando?
Nada que no ocurra en otros momentos de la vida diaria: nos imita. Nuestro hijo quiere ingresar en ese territorio en el que su padre o su madre, que no paran ni un minuto en todo el día, están como paralizados frente a esos artilugios que cuentan historias, en un estado de transmutación que contradice la esencia de cualquier progenitor que se precie.
Nuestro pequeño quiere adentrarse en ese nuevo país. Como la madre de Jacques, pretende recorrer esa nueva geografía, desea que le ocurra lo mismo que nos está pasando a nosotros, ambiciona vivir esa transformación. Es la actitud mimética, tan importante en ciertos procesos del aprendizaje, que en esos momentos está haciendo su trabajo.
¿Y eso sería todo?
Sabemos que no es así. Es necesario acompañarles en ese camino, acercarles la voz asentada en los libros, contándoles las historias que ayuden a recorrerlo para descubrir, con el paso de los libros leídos, sus propias historias.
Hay que contarles y cantarles (a los más pequeños), para despertar las ganas de historias que se ponen en marcha cuando se las echamos a los ojos.
A fin de cuentas, no debería sorprendernos tanto que hablemos de la importancia del contar porque es lo que hacemos a diario los unos con los otros. Pero de esto conversaremos con más detalle en otra ocasión.
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