No las tenía todas conmigo porque siempre que junto tantos trámites burocráticos en un solo día, a lo sumo soy capaz de terminar con éxito uno de ellos. Y eso siempre que no te toque un tocapelotas de los que siempre echan en falta un papel, una firma, un sello o un trámite previo que tú desconocías y que, al parecer, es indispensable para una gilipollez suprema.
Decido comenzar por el corte de pelo. Como siempre, voy a la peluquería del barrio confiado en que habrá uno o dos clientes más madrugadores que yo. Iba pensando en leer el periódico, en hojear las revistas manoseadas, en escuchar la emisora que siempre tiene puesta el bueno de Paco, el peluquero de siempre. Entro y me sorprendo ante la ausencia del propietario. Todo está igual. Las mismas baldosas de hace cuarenta años, las mismas sillas rojas de peluquería, el gran espejo, el banco alrededor del local con un escay cuarteado, los periódicos amontonados, el perchero en la pared. Pero no está Paco ni hay ningún parroquiano esperando. Sólo está su hija con una máquina eléctrica haciéndole un dibujo extraño en la nuca a un chaval dominicano. No quiero ni pensar en lo peor y acompaño mi saludo con una pregunta a bocajarro. "Buenos días, ¿tengo alguien delante?" A lo que la muchacha apaga la máquina eléctrica, el dominicano gira el cuello para dejar de verme por el espejo y me dice que tiene la mañana completa. La tía se dirige al mostrador donde su padre dejaba la pequeña palangana con la brocha y el jabón de arreglar cuello y patillas a golpe de navaja y mira un cuaderno de diseño. Pasa un par de páginas y me suelta: "Hasta el miércoles por la tarde tengo todas las citas dadas". Y yo no sé si me he confundido de sitio, si estoy en medio de un mal sueño o si es una broma de cámara oculta. Sin acabar de querer creérmelo, insisto: "¿No está tu padre?" Y ella se encargó de fusilar la conversación: "Mi padre se ha jubilado, la peluquería la llevo ahora yo". Creo que me fui sin despedirme. Y que tardé varios minutos en recobrar el ritmo cardiaco ya en la calle. Desde la acera miré otra vez el interior de la peluquería a través de su gran cristalera. Pasé los ojos por toda la fachada como quien no acaba de creerse lo que le está sucediendo. Y no me quedó más remedio que entrar en el bar de Antonio, pedirme un café y contarle a Miguel, el chico de la barra, lo que me acababa de pasar. "Los tiempos cambian, don Santiago, se está usted haciendo mayor". Dejé dos monedas junto al café sin tocar.
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