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Corrupción y democracia
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Corrupción y democracia

Actualizado 06/11/2014
Agustín Domingo Moratalla

Dentro de las fórmulas para atajar la corrupción no es habitual plantear la necesidad de revisar las convicciones éticas. Para unos, el problema se soluciona con mayores controles administrativos y facilitando medios para reformar una justicia lenta. Para otros, terminando con el sector público y dejando en manos de la mano invisible del mercado la posibilidad de establecer una moral natural no alterada por la clase política y funcionarial. Tampoco faltan quienes se consuelan porque no estamos tan mal en el mapamundi de la corrupción, recordando que según datos recientes de Transparencia Internacional, nuestro país ocupa el puesto 30 entre los 178 analizados.

La corrupción tiene una dimensión antropológica relacionada con la altura moral de las personas, es decir, con su ejemplaridad, honradez y práctica de la virtud. No basta un planteamiento penal, normativo o administrativo, hace falta un cambio cultural y personal, una conversión de corazón, un cambio de mirada, una revolución interior. Nuestra democracia tiene un problema estructural porque ha dado la espalda a la coherencia moral de los responsables públicos, como si la calidad de la democracia dependiera únicamente de los controles administrativos y las leyes, es decir, de factores externos y conductuales. Como si fuera un problema de irregularidades administrativas, incorrecciones procedimentales, inocencias perdonables o de malas prácticas de cargos públicos ingenuos, cuand

o se trata de un perversión de la palabra y del don que son el pegamento de los pueblos.

Durante más de tres décadas hemos construido un lenguaje político desprovisto de energía moral interior. En la vida política y académica de estos años a ningún analista de la democracia o político en activo se le ocurría usar términos relacionados con la moral judeo-cristiana. Términos como culpa, tentación, perdón, enmienda o penitencia han sido desterrados de los manuales de ciencia política porque no eran políticamente correctos; con ello, al cambiar el agua de la bañera se nos ha ido también la criatura por el desagüe. Recordemos la facilidad con la que nuestra clase política distingue entre vida privada y vida pública, como si una cultura de la argumentación moral o la rendición de cuentas afectase únicamente a la vida pública.
Esta esquizofrenia ha generado cierta hipocresía social porque ha focalizado la atención en la disciplina de partido, el "cumplo-y-miento" de la legalidad y los tiempos administrativos. Mientras tanto, las vidas privadas son éticamente intocables o arbitrarias, protegidas por los nuevos dioses de la mala psicología. Al pensar las tentaciones del poder, Havel sostiene: "mienten quienes afirman que la política es algo sucio. La política es un trabajo que requiere hombres genuinamente puros, puesto que al desarrollarlo podemos ensuciarnos moralmente con especial facilidad.

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