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El valor de la confianza
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LA MOSCA COJONERA

El valor de la confianza

Actualizado 04/11/2014
Emilio Vicente de Paz

La confianza es un valor que tiene una importancia capital en la vida de las personas. Sin, el menos, una pequeña dosis de confianza, sería muy complicado el simple hecho de pasear por nuestras calles. Debemos tener confianza en el prójimo, aunque a veces, demasiadas veces, no sea tan fácil, porque tal y como está el patio, te puedes encontrar con una desagradable sorpresa a la vuelta de la página de un periódico o en un simple clic de ratón.

No sé muy bien si la confianza es algo que nace en uno y se proyecta en el otro o viceversa. Tal y como están ahora las cosas, creo más en la posibilidad de que nazca de uno y se proyecte en el otro, no porque el otro sea merecedor de ella, sino porque necesitamos, al menos una pequeña dosis de confianza, para que nuestra vida sea algo más llevadera. Es decir, que ahora me temo que la confianza es más un hecho nacido de la necesidad que de las virtudes o cualidades del otro.

Antes de continuar quiero aclarar que no estoy hablando de los amigos de verdad, de los familiares, de los compañeros? no. Aún hay, afortunadamente, mucha gente buena y digna de confianza, lo que nos da la vida, estoy hablando de nuestros políticos.

Se dice, y tal vez sea verdad, que ganarse la confianza puede llevar toda una vida, pero que perderla es cuestión de un instante. De volver a ganarla, mejor no hablar.

Los españoles, en esta materia, debemos estar hechos de otra pasta, porque hay que ver lo que nos cuesta desprendernos de unos políticos que nos han dado motivos harto suficientes como para no volver a tener confianza en ellos nunca jamás, sean del signo que sean, y sin embargo seguimos votándoles, año tras año. Más de uno, me dirá que eso no es cuestión de confianza, y tal vez tenga razón, sin embargo se dice con demasiada alegría que los votantes hemos concedido nuestra confianza en tal o cual partido. Tal vez sea simplemente una forma de hablar, o tal vez, ya hemos perdido la confianza en la confianza y lo de ir a votar sea un ritual, que a fuerza de repetirse se ha convertido en un acto mecánico, que no pasa por la parte del cerebro en la que se reflexiona, se valora y se decide. Simplemente acudimos a las urnas como autómatas a los que se les ha programado para que una vez lleguen al colegio electoral, entren en la cabina correspondiente, tomen la papeleta, que previamente se les ha programado y la depositen en la urna.

Luego, saldremos liberados, como cuando el hipnotizador chasca sus dedos y con un clic, nos hace volver a la realidad. Hablaremos con los amigos, tomaremos unas cañas? y pasado un tiempo, empezaremos a recoger los frutos de esa simiente que tan cuidadosamente hemos depositado en la urna. Será entonces cuando venga el llorar y el crujir de dientes, el maldecir, el protestar, el pretender que aquellos a los que hemos dado nuestra confianza, actúen de otra manera. Saldremos a las calles para exigir que dejen de hacer esto o que hagan aquello? pero ya es tarde, el político ya está instalado en su poltrona desde la que marcará lo designios de todos los ciudadanos, los que le dieron su confianza y de los que se la dieron a otro. Ya no hay remedio.

Entonces ¿qué hacemos? La respuesta no es fácil, porque las alternativas que se nos ofrecen no son como para depositar demasiada confianza en ellas. Dan la sensación de estar al acecho, maquinando no sé qué artimañas para hacerse con el poder.

Aparecen nuevos príncipes azules, liberadores de doncellas atrapadas en las garras del dragón, nos prometen un país libre de chorizos, mentirosos, ladrones, estafadores?

Pero el pueblo ya está harto de ver suntuosos caballeros en sus caballos blancos paseando por los verdes campos que ellos trabajan de sol a sol, para que los caballeros puedan seguir disfrutando de las grandes fiestas y los lujosos bailes palaciegos, quedando para ellos las migajas que caen de las mesas de los ricos, con las que, a duras penas, llegan a fin de mes. El pueblo se conforma con tener la salud suficiente para poder labrar los campos y recoger las boñigas que los briosos corceles han ido dejando a su paso.

Pero el pueblo empieza a hartarse, ya no sonríe al paso del caballero, ya no vitorea sus hazañas, ya no acude con alegría a las puertas del palacio para recoger las sobras del banquete. Ya no se fía, ahora mira con recelo, como miraba caperucita al lobo disfrazado de abuelita.

Aún le queda un rescoldo de resignación en lo más profundo de su ser, que le obliga a pensar que lo mismo le da que le coma un lobo que otro.

¿Pero qué pasará, cuando ese rescoldo se apague definitivamente?

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