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Abulia latente
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Abulia latente

Actualizado 27/10/2014
UCM / Dicyt

Cuando Atenas se inclinó por la democracia directa no podía predecir el recorrido que experimentaría esa forma de gobierno. En aquel tiempo, todos los miembros de la comunidad eran convocados personalmente para tomar decisiones de tipo político. Por supuesto, resultaba materialmente imposible la asistencia de la mayoría de ciudadanos, pero sí podían hacerlo quienes lo desearan. Con el paso de la historia se pudo constatar que el sistema presentaba graves fallos ya que, a la hora de la verdad, el amo disponía del tiempo suficiente para acudir a los centros de discusión, no así el obrero que no podía abandonar su trabajo sin la autorización de aquél. De esta forma se llegó a la democracia representativa.

Es verdad que el hombre ha intentado siempre poner apellidos a esta democracia para obtener posiciones de ventaja a base de "descafeinar" el poder del voto popular. Democracia "económica", "industrial", "popular",? han sido términos empleados para enmascarar la función real de una democracia representativa verdadera; que viva el espíritu de la verdad, la justicia, la libertad, la imparcialidad, la solidaridad, la tolerancia, la honradez, la independencia de poderes?

El ciudadano de a pie sólo ve lo próximo, el día a día, lo que se cuenta en los medios de comunicación. Y, sinceramente, empieza a desconfiar del sistema. Le llegan mensajes, casi siempre interesados, catastrofistas o demasiado optimistas. Consiguen que desconfíe de todos los políticos, incluidos los "suyos", y que se pregunte la conducta a seguir cuando se requiera su opinión y su voto. Lo primero que piensa es que, con ese voto, va a sentar un representante en un organismo para que, cuando deba apoyar o rechazar alguna propuesta, tenga que mirar a una mano que le indique el botón adecuado. "Si yo tengo libertad de voto ¿por qué el cargo electo no la tiene? Si decide uno por los demás ¿para qué nombrar a tantos?" Se sobreentiende que ese representante debería ajustarse siempre a lo que proclamó su partido en la campaña electoral. Cuando lo que se aprueba no coincide con lo que siente el elector, se produce el primer "enfriamiento" entre el votante y el sistema.

El siguiente "desengaño" surge cuando comprueba el excesivo número de políticos que, valiéndose de su cargo, consiguen pingües ventajas ? en ocasiones ilegales, pero siempre inmorales- que, aún después de desenmascaradas, se resisten a restituir. La cosa se complica cuando estas conductas no se han observado a título particular sino que han contado con el visto bueno del organismo correspondiente, que no las ha impedido o ha mirado para otro lado. No se debe generalizar pero sí ser inflexible con el corrupto. Como, para nuestra desgracia, la corrupción ha ensuciado a todo el espectro político y sindical, nadie puede sacar pecho, y el sufrido ciudadano ya se cansa del "?y tú más". Nueva desilusión.

Los partidos políticos "tradicionales, los que se han encargado de confeccionar o facilitar la formación de los distintos gobiernos, se van alternando en el poder porque así lo quieren los electores, o porque se llega a extrañas asociaciones de partidos con programas escasamente coincidentes. Sigue creciendo el desaliento en el sufrido elector.

De pronto, como siempre sucede y mucho más en política, a río revuelto surgen las corrientes salvadoras de la situación. Los prestidigitadores del mitin o del debate televisivo encuentran fácil caldo de cultivo en el malestar de los desengañados. De esta forma, opciones políticas que allí donde han gobernado han significado un rotundo fracaso a la hora de mejorar el bienestar y los derechos fundamentales de sus conciudadanos, pretenden echar las redes en el caladero nacional de votos, poniendo como ejemplo regímenes que han logrado empobrecer a naciones con recursos suficientes para tener un nivel muy superior, y con formas personales de ejercer el poder más próximas al totalitarismo que a la democracia.

En tiempos de decepción se culpa a los partidos políticos ?entre otras cosas- del incumplimiento de los programas electorales. Salvo excepciones, las democracias con solera no suelen deparar vuelcos espectaculares al final de los procesos electorales. Aunque puede haber otras razones, sucede que no hacen promesas rocambolescas; que se admite la posibilidad de que haya condicionantes que limiten el logro total del cumplimiento del programa; que no es dogma de ley que el gobierno rechace todas las iniciativas de la oposición y que ésta se oponga a todas las de aquél, y ?lo más importante- que la abstención no alcanza nuestros niveles.

Si a los partidos políticos hay que censurarles sus errores, también deberíamos interpelar al elector que, a pesar de la ineficacia demostrada por quienes administraron su voto, vuelve a darles su confianza. ¿No será que unos y otros pueden haber tenido motivos para obrar así? Lo cierto es que, si algo precisa nuestra democracia, es no quedarse en casa a la hora de votar. La abulia que se observa no es buena compañera de la democracia. Hay que votar menos con el corazón y más con la cabeza; de forma fría y meditada, pero votar.

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