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La pena
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La pena

Actualizado 13/10/2014
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Ay pena, penita, pena, pena de mi corazón, que me corre por las venas? Así hemos oído cantar con dramatismo a este complejo sentimiento que nos abruma y nos atenaza con más frecuencia de la que quisiéramos.

En algunos países de la cercana América, la pena es un comodín que está siempre, por ejemplo, en la gentileza del bogotano o del guatemalteco. La pena es muchas cosas condensadas en una sola, como una articulación de la convivencia amable cualquiera que sea el estrato social. Se tiene pena por no poder atenderte como ellos bien quisieran ante una petición sin importancia. Se tiene pena por equivocarse en un encargo menor. Se tiene pena por interrumpirte en una conversación intrascendente. Se tiene pena por no cederte el paso cuando en el criterio de la otra persona debía haberlo hecho. Y uno se queda asombrado de la riqueza de esta pena, que ni es congoja ni sufrimiento, pero sí cara afectuosa con el desconocido que adorna los mejores rasgos de la hospitalidad.

En otros lares la pena es una manifestación de una especie de deporte nacional. Más bien el "pasar pena". En la actitud colectiva ante la vida de quienes habitan nuestra isla mayor la pena todavía hoy es un estado de ánimo incómodo, pero no ajeno a cierta complacencia. Uno, o tradicionalmente "una", puede pasarse una tarde "pasando pena", no porque haya dificultad objetiva alguna, pero sí esa disposición fatalista ante lo que pueda pasar intuyendo al tiempo que no ha pasado nada, aunque con el temor ancestral de que poco menos que el fin del mundo está cerca. Es habitual pasar pena porque un hijo todavía no ha llegado, porque una llamada telefónica no se ha producido, porque la indicación que se ha dado al turista ha sido poco clara?

Otros entendemos la pena como una irremediable vergüenza ajena, ante la evidencia de un desgobierno. Un "nada que hacer" ante tanta incompetencia, que también ha llegado a conformar parte de nuestro inconsciente colectivo de estas últimas semanas. Una confianza traicionada con descaro y una pena de declaraciones o bien inexistentes o bien sobrepasadas, es decir, sin término medio y con ausencia de cualquier cosa que se parezca a eso que llamamos sentido común. Pena también compleja por una barbaridad de enfermedad que hemos acomodado en casa de la peor de las maneras, cuando se nos hizo creer que estábamos preparados para eso y más. Pena ante la impúdica conferencia de una Ministra del ramo en la que no se informa de nada y cuya supuesta protagonista es desplazada a los pocos días hacia los más lejanos rincones del desván del gobierno ?y ella parece no inmutarse-. Pena por los deslenguados gestos de un desvergonzado gobernante regional que en lugar de hacer su trabajo parece el protagonista de una insustancial e impune tertulia de bar.

En fin, ¿valdrá la pena poner estas cosas negro sobre blanco? ¿Servirá para algo decir que hay otras formas de hacer las cosas para que la pena se mantenga dentro de sus precisos límites corteses y que no tengamos que graduar sus acepciones hacia terrenos más gravosos en que también se habla de penas, no sólo como dolores sin cuento, sino también como castigos implacables?

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