El ébola y los idiotas

Lo primero que pensé fue que se tenían que quedar. Y no por miedos prefabricados, ni por el coste ridículo de la repatriación. Sentía, en lo más profundo de mi militancia cristiana, que lo suyo era quedarse entre los pobres hasta el final. Y hasta me sentí orgulloso cuando supe que tres misioneros españoles habían decidido permanecer en mitad del ébola de Sierra Leona hasta el final: el javeriano Luis Pérez y los agustinos recoletos René González y José Luis Garayoa. Toledano, vallisoletano y navarro respectivamente.

Era agosto y apenas había información. Los dos que trajeron infectados eran de San Juan de Dios. Primero fue el padre Miguel, desde Liberia, con el que habíamos estado grabando un reportaje justo el año anterior. Los medios se volvieron locos y los telediarios se convirtieron en "Pueblo de Dios".

Después vino el hermano Manuel, con el que también estuvimos rodando otro programa en Sierra Leona cinco años atrás. Y de nuevo nuestras imágenes copando el prime time informativo. Y el sentimiento equivocado de que no habían sido testigos de la buena noticia hasta el final.

Ahora que no se habla de otra cosa en el mundo occidental. Ahora que el New York Times dedica su portada al primer contagio en un país rico del norte que se creía inmortal. Ahora que la industria del miedo se frota las manos con una sobredimensionada enfermedad. Justo ahora me alegro de que vinieran Miguel y Manuel a morir entre nosotros con un virus de los pobres que aterroriza a los ricos.

Me entristece doblemente su pérdida, como personas y como misioneros, pero su muerte creo que ha dado fruto. El contagio de Teresa, otra voluntaria solidaria capaz de arriesgar su vida para salvar la de los demás, está sirviendo para que las sociedades empachadas y epulonas nos demos cuenta de que el mundo es cada vez más pequeño. De que lo que pasa en África repercute en Europa. De que no se pueden poner fronteras a la enfermedad, ni esconder impunemente la realidad. De que el hambre mata mucho más, de que el sida entre los pobres sigue siendo mortal, de que no podemos perder el norte y anteponer los derechos de un perro a los de miles de niños sacrificados por nuestra banalidad. De que la solución sólo pasa por la revolución pendiente de la fraternidad, por hacer realidad aquella sentencia profética de Luther King: "O vivimos todos juntos como hermanos, o morimos todos juntos como idiotas".