El academicismo y la espontaneidad se dan cita en una muestra en el ábside de San Gil

Carmen Peña y Alejandro Cajal son una pareja que ha dedicado buena parte de su vida a plasmar sobre los lienzos todas sus cuitas e inquietudes. Uno podría pensar que la proximidad, al menos física, determinaría aspectos de su producción, que se entremezclasen ideas o conceptos si no directamente técnica y estilo.

Nada más lejos de la realidad, Alejandro Cajal es un hombre que se ha formado técnicamente en el mundo del academicismo, de ese que se aprende entre imberbes cuasi adolescentes, que llegan a las facultades de Bellas Artes pensando en comerse el mundo, eso después de que él ya tuviese ordenada y bien organizada su vida, sin esa gula vital que entorpece los sentidos.

Carmen Peña no necesitó de próceres ni cicerones, tenía y tiene esa vitalidad tan femenina que da la necesidad de ocuparse literalmente de todo, con lo que, cargar a las espaldas con otra ocupación más, que se le supone placentera, no iba a suponer un impedimento para realizarse en el complicado mundo de los artistas.

Porque ellos dos son artistas, de los que la pasión les mueve a dejarse los sentidos sobre los lienzos, caiga quien caiga y pese a quien pese. De los del olor a trementina tatuado en la mirada de sus hijos, quienes poco a poco y quizá sin darse cuenta también han sido atrapados en el etéreo y muy volátil espacio de las musas.

Desde el día 4 de octubre muestran su obra en el ábside se San Gil, y están allí, los dos como han estado siempre, preocupándose de explicar a quien quiera oírles el por qué de sus pinturas