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Una declaración de Pablo VI
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Una declaración de Pablo VI

Actualizado 28/09/2014
José Román Flecha

El día 21 de septiembre se celebra en la Iglesia la fiesta de la presentación de María en el Templo. Es esta una fiesta de origen oriental que se inspira en textos antiguos como el llamado Protoevangelio de Santiago. Sin embargo, con frecuencia ha sido representada por los maestros de la pintura y la escultura cristianas.

Pues bien, en esa fecha del año 1964, en la Basílica de San Pedro en el Vaticano se clausuraba la tercera etapa del Concilio Vaticano II. Tras la votación final de la constitución sobre la Iglesia y los decretos sobre el ecumenismo y las Iglesias orientales, estos documentos eran promulgados solemnemente por Pablo VI.

En la homilía que pronunció aquella mañana, el Papa insistía especialmente en la constitución sobre la Iglesia. De hecho confiaba él que la doctrina sobre el misterio de la Iglesia, allí explicada, habría de producir abundantes frutos en todos los católicos. Esa confianza se apoyaba en algunas esperanzas concretas:

1. Los fieles podrían admirar el rostro de la Iglesia, que quedaba ahora más evidente y mejor delineado.

2. Con ello podrían todos contemplar la hermosura de la Iglesia como madre y maestra.

3. Al mismo tiempo, habrían de advertir la sencillez y la majestad de esta venerable institución.

4. Es más, podrían ver en la Iglesia un verdadero milagro, por su fidelidad histórica, por la armonía de su vida social, por su excelente legislación y por su continuo progreso.

5. En la Iglesia habrían de descubrir a la vez lo humano y lo divino, puesto que en esta comunidad de personas que creen en Cristo resplandece el Cristo total, nuestro Salvador.

Algunos podrían considerar que esta presentación de la Iglesia la alejaba de los hombres de hoy. Sin embargo, según el Papa, la Iglesia "trata de comprenderlos mejor, de participar en sus amarguras y en sus legítimas aspiraciones, de apoyar sus esfuerzos por conseguir la prosperidad, la libertad y la paz".

De todas formas aquella intervención de Pablo VI había de ser recordada sobre todo por el homenaje que tributó a María, la madre de Jesús. La constitución sobre la Iglesia dedicaba a María un capítulo importante, aunque algunos hubieran preferido que el Concilio le hubiera dedicado un documento específico. Como para satisfacer a unos y otros, de forma solemne el Papa declaraba a María como "Madre de la Iglesia". Al mismo tiempo determinaba que "todo el pueblo cristiano honre a María y se encomiende a ella con este dulcísimo título".

La razón de ese título encontraba una lógica explicación en las palabras del Papa. Si María es la Madre de Cristo, al que reconocemos como Cabeza del Cuerpo místico que es la Iglesia, ha de ser tenida también por Madre de la misma Iglesia.

Al cumplirse cincuenta años de aquella proclamación es fácil observar con qué naturalidad ese título de María, decidido por Pablo VI, ha penetrado en la piedad popular y en la conciencia de toda la Iglesia.

LA VIÑA Y LOS HIJOS

Domingo 26 del tiempo ordinario. A.

28 de septiembre de 2014

"Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo, y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá" (Ez 18,27-28). Las gentes murmuran contra Dios atribuyéndole un proceder injusto. Y el mismo Dios responde por medio del profeta Ezequiel, El malvado muere por su propia maldad. Pero alcanza la vida si se convierte.

Al leer estas palabras del profeta, pensamos en nosotros mismos y en nuestros vecinos. Alguien dice que está a punto de perder la fe en Dios a causa de los problemas que se le han echado encima. Pero a veces basta un breve análisis de la situación para comprobar que esos problemas han brotado de las decisiones equivocadas y hasta pecaminosas que él ha tomado.

Al ser humano le cuesta mucho hacerse responsable de sus propias acciones y omisiones. Le resulta más fácil atribuirse a sí mismo sus logros y culpar a Dios de sus desgracias. Somos injustos. O tal vez, demasiado infantiles.

LOS DOS HIJOS

El evangelio que hoy se proclama recoge otra parábola de Jesús que nos evoca el mundo de las viñas y las faenas de la vendimia (Mt 21,28-32). Un propietario tiene dos hijos. A los dos los invita a ir a trabajar a la viña. El relato juega con la diferencia entre la respuesta de los hijos y su comportamiento ulterior.

El primer hijo rechaza bruscamente la orden de su padre. El tajante "no quiero", con que responde a su deseo nos recuerda los modales y la aparente apostasía de una gran parte de nuestros contemporáneos. Pero el hijo se arrepiente de lo dicho y se va a trabajar a la viña, O por respeto y amor a su padre o porque comprende que la viña también le pertenece a él.

El segundo hijo se muestra obediente y obsequioso al responder: "Voy, señor". Pero luego no va a trabajar a la viña. El texto no nos dice que haya desobedecido por despecho o por maldad. Tal vez se quedó solamente entretenido en sus ocupaciones y distracciones habituales. Habría que ver si esa no es también la actitud de muchos creyentes de hoy.

LOS BUENOS Y LOS MALOS

El evangelio sugiere que Jesús trata de contraponer dos actitudes ante el mensaje de Dios. Dos actitudes que se repiten a lo largo de los siglos.

? Los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, a los que se dirige, parecían en principio más cercanos a la palabra de Dios. Eran oficialmente un modelo social y religioso. Pero no aceptaron la invitación a la santidad y a la justicia que les dirigía Juan Bautista.

? Los publicanos y las prostitutas eran ciertamente marginados sociales. Eran considerados como la imagen misma del pecado. Parecían ignorar la voluntad de Dios, pero escucharon al Bautista y se convirtieron. Y eso es lo importante a los ojos del Maestro.

La parábola habla del hombre. Nos pregunta dónde ponemos nuestros intereses a la hora de escuchar a Dios. Y nos recuerda el valor de la conversión. Pero la parábola nos habla, sobre todo, de Dios. Él no espera de nosotros tan solo buenas palabras. Espera la seriedad de nuestro compromiso. Y esa conversión que conduce a la vida, como decía el profeta Ezequiel.

- Padre nuestro, gracias por invitarnos a trabajar en tu viña, que es también la nuestra. Que nuestros intereses no nos impidan escuchar tu palabra y cumplir tu voluntad. Amén.

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