Con azafranada luz, fondea la historia acariciando el aire ocre de la piedra en la Gran Plaza salmantina, deslumbrada por el sol a las puertas del otoño.
Es la Plaza Mayor salmantina esperanzador lienzo de oro vespertino, ardiendo en llamaradas de oro al sol atardecido que enciende sus fachadas con destellante fulgor en las pupilas de los paseantes que dan vueltas al ágora salmantina, espacio urbano sumergido en la paz remansada por jubilados que conviven con minifaldas y conversaciones de jóvenes acomodados sobre el suelo.
Plaza sugeridora de nostalgias adormecidas, cuya mirada envuelve al observador en vagos recuerdos de sociales cafés renombrados, amenas tertulias urbanas y resignadas meditaciones somnolientas al sol languidecido, sin pretender llegar donde los ojos del observador alcanzan contemplando ese cuadro costumbrista de provinciana ciudad.
Custodiando la planicie granítica están enmedallados en las enjutas de los arcos a golpe de cincel, los bajorrelieves de famosos personajes dejándonos acariciar el alma intelectual que portaban Cervantes, la Santa de Ávila, el padre Vitoria o el vasco rector Unamuno conversando en el republicano Novelty del ágora donde se reflejan las virtudes, vicios y tradiciones de la ciudad charra, siempre testigo de aconteceres salmantinos, desde su cerramiento en 1755.
Con azafranada y caprichosa luz, fondea la historia acariciando el aire ocre de la piedra, sin enturbiar la transparencia de las sombras hermanadas armoniosamente en el Pabellón Consistorial, coronado por dos cúpulas inconclusas, desocupados balcones, abiertas contraventanas y farolas suspendidas de los arcos, pendientes de iluminar el aire cuando el sol dibuja sombras en el espacio común.
Plaza deslumbrada por el sol en la penumbra del silencio, donde permanecen los stoas y pritaneos griegos, hechos pórticos y dependencias administrativas de la polis salmantina, como centro político intramuros, alejado de la muralla que circundaba la ciudad, y cercanos a la deidad custodiada en la Iglesia de San Martín.
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