Escuché en la radio que los niños ¡cómo no! también sufren síndrome post- vacacional. En mis tiempos era más fácil, estos días se resolvían en un ¡que pereza volver al cole!
El decir, el hacer, el aceptar la contrariedad era más sencillo, porque había un eje de gravitación que sostenía el peso y los objetivos - no siempre formulados explícitamente, pero entrañablemente asumidos-, en el fondo del quehacer educativo. Algo que nadie había estudiado, ni en escuelas de padres, padres que, por otra parte con demasiada frecuencia, no tuvieron ni siquiera escuela de niños, ni en talleres de pedagogía, ni en? Algo que denominaban y entendíamos como fuerza de voluntad.
Quizá se ha olvidado, con el maniqueísmo simplón que desvirtúa nuestra cultura, que la personalidad no se vertebra solo sobre la inteligencia y/o sobre los sentimientos, sino que hay un tercer elemento, en definitiva el que incorpora, o sea, da cuerpo, a los otros dos, que es la voluntad. Nuestros mayores en estos pueblos y ciudades de Castilla no tenían muchos estudios, pero abundaban en sentido común, y, aunque católicos por tradición, tenían algo de aquel rigor pietista kantiano que cifra la moral en la voluntad y el sentido del deber.
Está de moda la inteligencia emocional, apelar a los mensajes más o menos cifrados de ansiedad o entusiasmo que los pequeños transmiten en sus gestos, en sus palabras, en sus insomnios o en sus llantos? Mas no servirá de gran cosa esta atención obsesiva, si no somos capaces de descubrir en esos comportamientos, o en la ausencia de los mismos, las líneas maestras que van esculpiendo la personalidad de nuestros niños y jóvenes. Seremos como ciegos que intentan palpar la vivacidad de los colores, o sordos que enfatizan los ruidos y las disonancias sin atisbar la melodía de fondo.
La pediatra y psicoanalista francesa Françoise Dolto (1908-1988) observa que ciertamente es importante que un niño pueda decir siempre lo que quiere, pero no que siempre pueda hacerlo. Consentimos y además aderezamos nuestra negligencia e incapacidad de discernir lo que realmente el niño desea y necesita con pseudo-teorías que disuelven nuestra culpabilidad y reblandecen la firmeza de espíritu que la tarea de educar requiere. En realidad estamos tratando a los niños como seres invertebrados, haciendo de ellos personitas sin armazón, sin entereza, fáciles de resquebrajar al mínimo contratiempo, y no educando personas, porque la voluntad y la fuerza de voluntad es lo que vertebra y arraiga la persona desde el fondo de su ser, que se desplegará después en la inteligencia y/o en los sentimientos, pues el niño tiene siempre la intuición de su historia, y si la verdad le es dicha, esta verdad le construye, como apunta Françoise Dolto.
Ella ha analizado muy certeramente estas debilidades de la educación actual en sus libros, sobre todo en La causa de los niños(1985) y La causa de los adolescentes (1988), tratando de apuntalar lo que constituye el ser del niño, desde una palabra verdadera y eficaz, que no enmascara la pesadez de la vida, la enfermedad, la tristeza o el trabajo, sino que dice y nombra lo que es y lo que falta de manera que efectivamente el niño crezca y madure como persona aceptando sus debilidades y las de los otros.
Por la palabra y la acción creadora el ser humano llega a trascender su sentimiento de impotencia, aunque esté abocado al sufrimiento, a causa de la disparidad entre sus deseos inmensos y la imposibilidad de satisfacerlos. Hay un sufrimiento fundamental y necesario que nunca evitaremos.
Y por inevitable y asumido, añado, nos vertebra, nos construye, nos hace ser personas.
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