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XX PREMIO NACIONAL DE POESÍA de Peñaranda de Bracamonte
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XX PREMIO NACIONAL DE POESÍA de Peñaranda de Bracamonte

Actualizado 26/08/2014
Quintín García

Los dos poemas que publicamos a continuación son los ganadores ex aequo del XX PREMIO NACIONAL DE POESÍA de Peñaranda de Bracamonte:

noche de laberínticos

vuelos de murciélagos

Entre mis ruinas me levanto,

solo, desnudo, despojado,

sobre la roca inmensa del silencio,

como un solitario combatiente

contra invisibles huestes.

La poesía

OCTAVIO PAZ

1

¿De dónde cuelgo yo mis ojos vulnerados, estas casas vacías

que me habitan, el frío invierno de mis huesos y silencios? ¿De dónde

la herida soledumbre de mis noches siguiendo y siguiendo, una

hora tras otra, este laberíntico vuelo de murciélagos, el sordo

reptar de las serpientes? ¿Acaso de estos brazos ya muñones y baldíos?

¿Del quicio de mi puerta removido por tantas tormentas y derrotas?

¿O de las diademas y tiaras que adornan las cabezas de los dioses al uso?

2

Colgaré -me dije- esta historia mía de hombre, desolada, de los hombros

patronales de tronos, dominaciones y potestades ( la Bestia, la Gran

Ballena Blanca, las Torres de Babel ?torres KIO, torres Petronas, torres

Gemelas redivivas-, la Gloria de Bernini hipostasiada, el Mercado, las Patrias

que me susurran paraísos a la carta: nuestros vigías salvarán tu nave.

O de la bífida lengua de la serpiente, siempre enhiesta y en ascuas,

siempre viva, que me ofrece en sus escaparates flambeados refulgentes

frutas prohibidas, adagios de violines de marfil, mientras subo la senda.

Quizás te convenga colgarla ?insistí- de los dulces augures (diosecillos

virtuales, el Gran Hermano catódico e icónico, la Wikipedia?), tan solícitos,

que te gritan desde el ágora: siempre que llueve escampa y ya verás

cómo mañana sale el sol.

3

Pero siguió lloviendo tanto, tanto, que cuando por fin escampaba

estaba ya calado hasta los huesos, a puntito de ahogarme, la cara

entumecida, amarga de cenizas la lengua y los andares, derrotado

(Laoconte dolido de serpientes). Y además había siempre alguien

que robaba el sol por muchos días y soltaba de la madriguera

del Averno a los cuatro jinetes ?rojo, negro, verdeamarillo y blanco-

de El Apocalipsis aprovechando sin duda la complicidad obscena

y bastarda de la noche: mi boca solo acertaba a imitar, torpe,

en sorda bocina, el grito de El Grito de Munch: la ceguera

y el frío se me hicieron persistentes.

(En fin, tampoco allí había percha

donde asir mis soledades y cobijar estos ojos heridos de zozobras,

menesterosos de luz y paraísos: Creció mi sed)

4

Así que prescindí de los dulces augures, tan solícitos, y de los cantos

de sirena del Becerro de Oro y de los buitres ?el Ángel Exterminador,

el filicida dios Cronos y sus devastaciones, la Gran Crisis deicida, Wall

Street- que día y noche me asaltaban con sus altavoces desde los altos,

turbadores cascabeles de La Farsa. Ya puestos me atreví incluso

a prescindir de mis castillos en el aire, tan carne de mi carne

aunque sin carne y huesos, fantasmas áureos que me han acompañado

desde la larga orilla de la infancia. Me quedé desnudo.

(Alguien

me había borrado, inmisericorde, del número

de los 144.000 salvados, escritos en el Libro)

5

Hasta de mis lamentaciones prescindí, a veces tan convincentes.

Y una vez purificado del exangüe fulgor de los líquenes

adheridos a mis pies, me puse, como Sísifo, a subir por mi cuenta la piedra

acodada a los ijares. Me puse a aprender que nunca se hace cumbre

sino con la muerte; que detrás de una cima viene otra, y otra, y otra; que

la piedra se cae; que la vida es sólo tener las manos llenas de tejer

día a día la choza de espadañas, la choza, ay, donde guarecernos

de la lluvia, la que hemos de dejar en herencia a los vientos

y a los hijos.

Aprender

que sólo nos corresponde un trocito de sol. Y de tierra ?la justa

para asentar los pies-. Y de fuego.

Y saber que es bastante. Por lo menos

hasta la partida final contra la muerte. (Solo nos examinarán

del dolor de las manos)

6

Desde entonces he perdido esa obsesión por encontrar perchas ajenas

donde colgar mi ropa y mi condena. O quizás me he acostumbrado

a que sólo es posible esperanzarse en la sola andadura de mis pies. ¡Miento!:

hay calor y luz en las manos tendidas de cuantos menesterosos

arroja La Bestia contra los acantilados. Y de los ciegos y mudos

a los que el miedo arrancó los ojos y la boca y claman señales

para ascender la senda. Con ellos subiré la piedra. Y tejeré

la choza de espadañas. Con ellos beberé del fuego y de la miel

que logremos robar a los salteadores. De ellos seré testigo, enmudecido

centinela en esta larga noche de huerto de los olivos, antihéroe

melancólico alimentado de las brumas inocentes de la Arcadia

o del núbil asteroide de El Principito.

7

De ahora en adelante me pasaré las noches vigilando la oculta

andadura del sol, tan lenta, tan oscura, por esos mundos ignotos

que le ocultan hasta su exacta cita con el alba. No vaya a ser

que algún día alguien vuelva a robar el sol ?tronos, dominaciones,

el Hongo nuclear, los Agujeros Negros, el Lehman Brothers-

y no haya luz con que lavarme y renacer, prístino, al flujo

verdadero de las cosas.

Ni fuego en los abrazos de los náufragos

con que consolar esta carne dolida y fría, esta historia de hombre

tan crecida de soledumbres y de laberínticos

vuelos de murciélago.

Quintín García

CEMENTERIO VIEJO DE COMILLAS

Por las tierras del Norte, un promontorio

mausolea la cima camposanta

del ángel olvidado junto al mar.

Su brazo colosal fulge en el mármol

que tiene vida propia en el silencio

y apunta con su dedo a las estrellas.

El alma que lo habita, también piedra,

sobrevive a la carne en su derrota

y escribe el testamento de la muerte

sobre el rostro sin fe del jaramago.

He visto el corazón de los cipreses

en la rúcula altiva de su tronco;

allí, cerca de un cielo anubarrado,

otros ojos que fueron me miraban,

como un campo de párpados abiertos

que sus dueños dejaron al partir;

cien mil ojos prendidos en la tarde

que con ellos se muere en la distancia.

Los míos son mirada de los suyos,

sus ramas son el libro donde escribe

el viento la memoria de la muerte

y un temblor claroscuro lo proclama.

¿Qué pasó con la luz y con el tiempo,

con el verde plumaje de la vida?

De aquellos que amé tanto, polvo sólo,

memoria de la carne entre ceniza;

silencio y soledad sobre las ruinas

que enferman los sepulcros con su roña,

con su gris abandono rancio y seco.

Todo ha sido pasar y nada queda;

acaso algunos ecos confundidos

en perdones cautivos del silencio.

¿Qué remotas señales me convocan

tanto tiempo después a esta ladera?

Carpe diem, musita, quedo, el viento;

tempus fugit, replica, terco, el ángel.

Un proceloso impulso de nostalgia

ha dictado el camino y el momento;

quizás ha sucedido el sueño extraño

que gusta cabalgar junto a la muerte

por los páramos lentos del olvido,

ese oscuro jinete de la noche

que ocupa el corazón como un invierno.

Con la luz que olvidaron las estrellas

el día ha sucedido, frío y pálido

como un ala sin fuerza para el vuelo;

húmeda ceniza, esplendor del tiempo,

del fuego que no quema, pero alumbra.

Juan Carlos Búrdalo

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