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El molesto cuerpo del inmigrante
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LA MOSCA COJONERA

El molesto cuerpo del inmigrante

Actualizado 19/08/2014
Luis Gutiérrez Barrio

Por el alba del camino a tu hermano encontrarás, dale la mano y camina hasta llegar al final. Agua para el erial y trigo para el barbecho, para los hombres caminos con viento y con libertad. José Antonio Labordeta

El viento y la lluvia azotaban con violencia sus rostros. La barca de goma y plástico, no era la embarcación más apropiada para cruzar el Estrecho, pero era cuanto habían podido conseguir con los ahorros reunidos tras una vida de penurias.

En la oscuridad de la noche, solo se veían dos ascuas incandescentes tras las que se adivinaba un rostro de terror. Las olas, lanzaban a lo alto la frágil barcaza, para inmediatamente, sumergirla en una profunda sima, de la que pensaban que no saldrían. Una y otra vez se repetía la escena. El mar jugaba con la embarcación, como el niño que lanza al aire, una y otra vez su juguete, y ríe cada vez que choca contra el suelo. Cada golpe parecía el último, pero no, la agonía se alargaba inútilmente.

Para llegar allí habían atravesado tierras calcinadas por el ardiente sol de África. Áridos desiertos, de cientos de kilómetros, en los que era casi imposible sobrevivir. Recordaban, en lo más profundo de su memoria, sus humildes poblados con calles de tierras rojizas, las pobres aldeas en las que la supervivencia era un milagro. La escasez de agua, de alimentos y de lo más imprescindible para la vida, les habían empujado a reunir todas sus pertenencias, venderlas y emprender un largo y duro camino de muchos cientos de kilómetros, atravesando hostiles territorios en los que fueron quedando los más débiles.

Ellos, los más afortunados, o los que mejor supieron adaptarse a las dificultades del camino, habían llegado hasta allí, a unos pocos cientos de metros de la costa soñada, en la que cuando la barcaza se encontraba en lo más alto de la ola, podían adivinar, a pesar de la intensa lluvia que cegaba sus ojos, unas titilantes filas de luces.

Por fin, después de meses de caminar bajo el ardiente sol, de hambre, de sed, de infinitas calamidades, allí estaba la tierra prometida. Allí, el final del hambre y la miseria. Allí, la vida nueva para ellos y sus descendientes. Allí, al alcance de sus manos y de su mirada.

Los relámpagos de aquella tormenta de verano, dejaban ver sus rostros de pánico. Sería unas veinte personas, la mayoría jóvenes. También había tres mujeres, una de ellas, con una tela enrolla a su cuerpo en bandolera, llevaba un niño de no más de dos años. La mirada, fija en las luces de la costa, reflejaba una mezcla de pánico y de esperanza. Cuando miraba a su hijo, que por fortuna, y a pesar de la violencia del temporal, dormía plácidamente, su mirada se trasformaba en tristeza.

Tras varias horas de temporal, a pesar del desesperado esfuerzo de los más jóvenes y vigorosos, que con todas sus fuerzas remaban ayudados por unos deshechos remos de plástico y con sus manos, la barcaza no se acercara a la costa. Las fuerzas les iban abandonando, la mirada fija en el horizonte ya solo reflejaba resignación, habían asumido la suerte que el destino les tuviera reservada. Desfallecían, exhaustos se dejaron llevar.

Una ola más fuerte que las anteriores, les sorprendió, volcó la barcaza y cayeron al mar. Sus cuerpos sin apenas fuerzas, nada podían hacer por vencer los embates de las olas.

El mar se los fue tragando. La mujer, con su pequeño pegado a su cuerpo, apenas opuso resistencia. El niño se despertó solamente para abrir sus aterrados ojos que miraban a su madre sin entender nada de cuanto sucedía. Enseguida los cerró y ambos se perdieron en la oscura profundidad del mar.

Al día siguiente, una vez el mar volvió a la calma y de la tormenta solamente quedaba el olor a tierra mojada, la playa se fue llenado de bañistas que cargados con sus sombrilla, neveras, mesa y sillas, porfiaban por conseguir la primera línea de playa. Los niños jugaban alegres con la arena, cuando alguien dio una voz de alarma ¡Que alguien llame a la Guardia Civil! En la playa había aparecido el cuerpo sin vida de un joven de raza negra, semidesnudo. Enseguida se formó un corro a su alrededor.

Cuando llegó la Guardia Civil, ordenó desalojar aquella zona de la playa con el descontento y las protestas de los que habían conseguido mejores sitios.

Al día siguiente, la tormenta descargaba un fuerte aguacero en la capital. La gente corría de un lado para otro buscando donde guarecerse de la lluvia. La página de un diario, traída y llevada por el viento y la lluvia, pisoteada por los viandantes, recorría de un lado para otro la acera. En un modesto titular podía leerse "Aparece en una playa de la Costa del Sol, el cuerpo sin vida de un inmigrante"

Una ráfaga de viento, hizo que el periódico cayera a la calzada por la que corría con fuerza el agua de la lluvia. Una alcantarilla la engulló, despareciendo para siempre. La gente corría de un lado para otro para guarecerse de la lluvia.

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