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La divina
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La divina

Actualizado 07/08/2014
Rosa García

La gente se apartaba a su paso, no por rechazo si no por asombro. Se giraban para admirar el aura que la rodeaba, para envidiar su seguridad, su aplomo, su elegancia. Su vestuario marcaba tendencia. Con cuatro trapos de baratillo se montaba un modelito de quitar el hipo, en ella, en otra persona sería un espanto anacrónico y deslavazado. Se movía con el porte de quién vive siempre de cara a la galería, con el dominio de quién se sabe admirado, con la seguridad del que es dueño de sus emociones. Cada vez que exponía su punto de vista subía el pan, los libros que leía solo era apropiados para mentes privilegiadas, una conversación adquiría el rango de interesante cuando ella llevaba la voz cantante, siempre decía la última palabra, y la primera.

Caminaba tan erguida que en realidad iba inclinada hacia atrás, de forma que su barbilla apuntaba hacia el frente como la proa de un barco, y sus ojos miraban desde arriba aunque su estatura fuera menor que la de su interlocutor. Era el centro de su universo, y de los universos de los demás. Manifestaba sus deseos de forma que su entorno se sentía en la obligación de hacerlos realidad. Cuando sufría un ligero contratiempo el asunto se convertía en tema de conversación para varios días, si el problema era un poco más serio el mundo se paralizaba a la espera de su reacción. En cambio, cuando se sentía optimista, su brillo ocultaba cualquier desgracia ajena. No es que fuera insensible hacia los problemas de los demás, es que cualquier cosa que le pasara a ella siempre era muchísimo más importante.

Su intuición privilegiada era capaz de apreciar, sin temor a equivocarse, el más mínimo gesto, la más sutil de las entonaciones, para sacar conclusiones infalibles sobre la verdadera intención de las palabras o los mohines de su entorno. Nada escapaba a su aguda perspicacia, nadie escapaba a su susceptibilidad herida. Un ostensible desprecio o unos cortantes comentarios servían para poner al infractor en su sitio. Infracción que solo podía venir de la envidia, y como la envidia es la forma más profunda y sincera de reconocimiento, interpretaba cualquier reacción negativa como una adoración reprimida y encubierta.

Solo muy de vez en cuando, a solas ante el espejo, sin adornos ni retoques, sin adoradores ni envidiosos, veía reflejada la imagen de un ser débil, pequeño, vulgar, apreciado por unos pocos, escarnecido por la mayoría.

Tras vaciarse de lágrimas y frustraciones cogía aire, erguía la espalda, y en el reflejo del espejo comenzaba a adivinar la espléndida imagen de un ser superior, condenado a vivir entre miserables que no se merecían la suerte de contar con su presencia.

Divina diva en tu pedestal, cuida de no caerte porque ya no podrás levantarte, cuando una estatua se cae se queda hecha añicos en el suelo.

"Retrato de señora" Rafael Tegeo (atruib.) Siglo XIX. Museo del Prado

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