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Primicias periodísticas
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Primicias periodísticas

Actualizado 05/08/2014
José Javier Muñoz

He dicho en alguna ocasión que cuando yo empecé a ejercer profesionalmente todavía no se había podrido el periodismo como ocurre con todo lo que se politiza: la literatura, el teatro, las artes plásticas, el transporte público, la universidad, la escuela primaria y hasta la recogida de setas. Todavía los reporteros creíamos que las primicias eran importantes, y no digamos las exclusivas. Como ya ni los profesores de las facultades de Comunicación tienen idea de lo que es la práctica del oficio, porque proceden de las mismas aulas en las que imparten clases sin haber pateado la calle en busca de noticias, debo aclarar la diferencia entre una y otra. Obtener una primicia es conseguir una información antes que los demás periodistas y publicarla también el primero. Una exclusiva es una información a la que ningún otro tiene acceso. Una vez que ésta, la exclusiva, se divulga, es inevitablemente reproducida o copiada (fusilada) por los restantes medios, la mayoría de los cuales no tendrán la decencia de hacer constar que la noticia es de cosecha ajena. Quedan, cómo no, algunos colegas valientes que se atreven a hurgar en las cloacas y las trastiendas de los poderes fácticos, pero hoy es prácticamente imposible lograr exclusivas porque la información se ha convertido en moneda de cambio financiera, publicitaria y política, y la mayoría de los scoop son en realidad filtraciones interesadas. En cuanto a las primicias, las ha matado la transmisión instantánea y el efecto tecla a tecla de internet, que ha sustituido el boca boca y el radio macuto.

No contábamos con teléfonos móviles ni con internet. Trabajábamos sin red en el sentido real y en el figurado. Disponíamos, eso sí, fax, telefax y telefoto. Es decir, además de la telefonía fija (que por cierto en España ha funcionado siempre extraordinariamente bien y con comunicaciones interprovinciales directas cuando en países más desarrollados era forzoso pasar por centralita), existían medios rápidos de transmisión de textos y fotografías. Pero había que llegar a ellos para poder enviar las crónicas y reportajes a la redacción del periódico o la emisora. Cuando se trabajaba en la calle y en zonas apartadas, se daba una competencia feroz para acceder pronto a un teléfono. Al ver hoy por la calle a numerosos viandantes con el móvil o el pinganillo pegados a la oreja, me pregunto si valieron la pena tantas carreras en busca de una cabina callejera, un bar y hasta un domicilio particular cualquiera, después de rogar desde el portero automático que te permitieran hacer una llamada urgente.

Este último caso lo viví en Madrid hace casi veinte años una madrugada en que me despertó una explosión ocurrida muy cerca del hotel donde me alojaba, en la zona de Velázquez. Me puse un pantalón y una camisa encima del pijama y salí pitando a la calle; el rugido de una sirena me indicó la dirección del suceso, apenas a dos manzanas de distancia. Un artefacto explosivo había destrozado precisamente una cabina telefónica y los cristales de las fachadas próximas, a los que se iban asomando aturdidos los vecinos. Eché un vistazo a los alrededores y no vi que hubiera víctimas ni señales de coche bomba. Llamé al azar a varias viviendas y en una de ellas aceptaron ofrecerme el teléfono. Era un matrimonio mayor. Él en pijama y ella en camisón, me esperaban con la puerta abierta y la curiosidad a flor de piel. Mientras yo marcaba el número de RNE me pedían detalles de los que naturalmente no podía informarles. Sólo pretendía alertar a mis compañeros de los servicios informativos para que investigaran el suceso y entrar en directo con un flas informativo, un avance en primicia de los escasos datos disponibles a esa hora. Hoy habría dispuesto de comunicación directa de sonido e imagen sin depender de nadie. Pero ?eso se pierden las nuevas generaciones? no disfrutaría de aquellas dosis de adrenalina.

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