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La aurora de dedos rosados
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La aurora de dedos rosados

Actualizado 04/08/2014
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Algunas nubes en el horizonte, que solamente se entrevén en la penumbra de esta hora azul, ensombrecen la silueta de una montaña oscura, rodeada todavía de sombra y de neblina, allá lejos, rodeada de tierras llanas que aún no han despertado.

El aire es espeso, rezuma humedad y aroma de sal y de lentisco, pero los pasajeros no lo notan todavía. Se van desperezando en estos extraños momentos en que está a punto de desaparecer la noche y todavía no apunta el día. Siguen en silencio en el interior mientras el barco va entrando en la bahía, surcando ya despacio las tímidas olas, casi imaginarias.

Algunos, ya levantados, se han ido a la cubierta de proa para ver el espectáculo que está a punto de suceder, como cada año. Nadie crea que esto sucede cada día. Es imposible que una cosa así pueda verse más de una vez cada mucho tiempo. Seguro que la naturaleza no es tan pródiga como para derrochar tantos colores sobre el mar vinoso.

Por fin asoma un amago de esperanza, una tentativa de luz sonrosada, que poco a poco se vuelve naranja y tiñe de azul las escasas nubes negras. Ya se vislumbran mejor los contornos, aparece más claro el cabo y sigue el buque su cotidiana derrota hacia el puerto cercano. Un reflejo brillante ilumina las caras de los primeros que han podido asomarse.

Mientras tanto, ya bulle el vientre de la nave. Se acaba de anunciar la próxima llegada y los primeros preparativos se aceleran. Los perezosos se despiertan y los ávidos desayunan, aunque muy a deshora. Son pocos todavía, con más sueño que legañas. Pronto se esforzarán en mirar y remirar para que no quede nada olvidado, cogerán los bultos y llegará el muy esperado final del trayecto.

Ya la luz es esplendorosa. El sol ilumina por encima de los montes, y pueden verse matices de verdes y pardos. Se identifican también las primeras casas, rojizas como la misma tierra y modestas como estos hombres. Se ven algunos edificios mayores que destacan sobre los tejados marineros.

Nos cruzamos con algunos pescadores que en sus pequeñas barcas blancas van avanzando hacia los caladeros acostumbrados. Saludan a la embarcación con que se encuentran y prosiguen con flema a ejercer su oficio milenario.

Como cada año, Ulises está volviendo a casa. Esperemos que Penélope y Telémaco tampoco este año se hayan olvidado de él y que los pretendientes, cada vez más envejecidos y cansados, se estén dedicando por fin a sus propios asuntos, sin seguir abusando, como solían, de los bienes de todos.

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