Llegamos al final de la serie veraniega que nos ha llevado a investigar las causas evolutivas de nuestra magnífica predisposición a los michelines. Habíamos dejado a nuestros antepasados homínidos adaptándose a las condiciones más adversas y mejorando o haciendo más eficiente el metabolismo de los hidratos de carbono.
Así que, aunque a veces se da por hecho que los primeros homínidos (muy parecidos todavía a sus primos, los monos, y por tanto, dotados de ese mecanismo), vivieron en un entorno generoso donde no solía faltarles comida, que era fundamentalmente vegetarian, la verdad es que los australopitecos no tuvieron esa suerte y con cierta frecuencia tuvieron que padecer la escasez de alimentos y pasar hambre. Es evidente que en esas circunstancias de penuria, el no aprovechar todas las calorías ingeridas tras un hartazgo, por ejemplo, el que seguía al descubrimiento de un bosquecillo repleto de frutas bien maduras, sino solamente las necesarias en ese momento y quemar alegremente las sobrantes, hubiera supuesto un despilfarro temerario y una insensatez.
Así pues, para sobrevivir en aquellos tiempos duros, marcados por la alternancia de periodos de hambre con otros de abundancia, lo más apropiado y ventajoso era adoptar una estrategia fisiológica más eficiente, una "maquinaria metabólica" ahorradora. Afortunadamente, el azar acudió en ayuda de nuestros antepasados, y lo hico en forma de una serie de mutaciones genéticas que resultaron ser especialmente propicias para subsistir en esas circunstancias y que, por tanto, la selección natural perpetuó. Así fue como el organismo humano se dotó de una peculiaridad metabólica capaz de incrementar el aprovechamiento de la energía al convertir el excedente en depósitos grasos. Una peculiaridad que ha sido bautizada como "resistencia a la insulina" (o más exactamente "sensibilidad diferencial a la acción de la insulina").
Tal como su nombre indica, esta particularidad metabólica se caracteriza por una disminución de la sensibilidad a la insulina en determinados tejidos del organismo, lo cual ocasiona una fuerte oposición o resistencia de las células de estos tejidos a abrir sus puertas (receptores) a la insulina para así intentar impedir que pase (se acople) y haga su función: introducir la glucosa dentro de la célula. Como consecuencia, la glucosa en sangre aumenta y ello dispara la señal de alarma que avisa al páncreas de que es necesario producir más insulina, en un desesperado intento de vencer la resistencia y conseguir trasvasar a las células implicadas la glucosa sobrante que se encuentra circulando por el torrente sanguíneo. Cuando finalmente se logra este propósito, el azúcar que ha conseguido entrar en las células (la glucosa es un tipo de azúcar o hidrato de carbono) se convierte en grasa, que se acumula en las células adiposas (sobre todo en las situadas en el abdomen). De ahí que una persona pueda engordar, y conseguir unos vistosos michelines y una abultada barriga, comiendo pasteles y otros dulces, aunque apenas tome grasas.
Y con esto despedimos esta serie. Sólo queda desearos un feliz verano. Volveremos a tratar más temas nutricionales cuando ya estén puestas las casetas!
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