Todo el mundo sabe que un bebé que no recibe ninguna caricia está en grave riesgo de morir, o como mínimo, de crecer poco y mal. Está comprobado experimentalmente.
Pero el hecho de tocar, como todo, puede estar pervertido por lo políticamente correcto. Y así, está mal visto que un cura ?el burro delante para que no se espante- toque a un niño. Por muy buena intención que tenga, y pedagógicamente sana, ¿cómo será interpretado por los que contemplan la escena? Porque desde que el mundo es mundo moderno, sólo vemos fuera lo que tenemos dentro. Y dentro podemos tener de todo y lo contrario, dependiendo de la presión mediática, de la educación recibida y de las propias experiencias infantiles relacionadas con el tacto, que es el principal de los sentidos, porque la piel es la que marca la frontera de nuestro cuerpo y, salvo los dientes, los ojos y las uñas, todo lo que vemos del otro es piel.
Tocar lleva consigo compromiso, porque ya no hay distancia, como le pasó a San Francisco cuando besó al leproso, o a mí mismo cuando di la mano al primer enfermo de SIDA que conocí como tal. Tal vez por eso, muchos que provocan accidentes de tráfico o atropellan a personas, salen por pies ?motorizados o no- y en lo último que piensan es en tocarles (estos últimos días hemos contemplado una escena muy significativa en televisión).
Pero quería referirme ahora a mi experiencia con médicos, enfermeras, fisioterapeutas y sanitarios en general. Ha habido de todo: fisioterapeutas que me han dado buenísimos consejos y me han aplicado los mejores máquinas de última tecnología, pero no me han tocado ni un centímetro cuadrado de piel; otros, me han tocado y masajeado desde el primer momento, sin renunciar a la aplicación de máquinas y aparatos que ayudan también a la curación. Fue una médico sustituta joven la que me tocó el abdomen y me mandó a toda prisa al hospital porque le parecía que podía tener apendicitis. Las analíticas lo confirmaron enseguida. A otra médico, también joven y sustituta, Montserrat Hernández, le conté con pelos y señales que había tenido lo que a mí me parecía una enfermedad menor; me escuchó atentamente, pero no quiso dejarme ir de la consulta sin palpar, tocar, auscultar. Con guantes y todas las precauciones de rigor, pero me tocó y le estoy agradecido. He acompañado cientos de veces a enfermos a consulta y, en muchas ocasiones, les han mirado y preguntado, pero no les han tocado. Las nuevas tecnologías de análisis y diagnóstico clínicos, creo que no pueden, ni deben, prescindir de la complejidad sensitiva de una mano humana, convenientemente educada para saber buscar y detectar, pues no son, a fin de cuentas, más que prolongación de los sentidos humanos.
En todo caso, el tacto nos devuelve a la confianza de la infancia, cuando éramos acariciados por nuestros papás. Sobre esa base de confianza, los medios tecnológicos posteriores tienen mucha más posibilidad de éxito.
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