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En busca de la Excelencia perdida. “La sombra”
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Paz y Bien

En busca de la Excelencia perdida. “La sombra”

Actualizado 30/06/2014
Rubén Martín Vaquero

Los discípulos son la biografía del maestro. Faustino Sarmiento

Un servidor es de esos profesores que se sabe que están porque ocupan un hueco. Nunca comento ni digo nada, si acaso esbozo una mueca o una sonrisa si la pregunta es directa y no la puedo eludir. Si alguien quiere cerciorarse de que he asistido a un claustro determinado, tendrá que buscar mi firma en las hojas de asistencia. Intento por todos los medios pasar desapercibido. Y desde este silencioso observatorio en el que me recluyo, miro por el rabillo del ojo a esos docentes cargantes, plomíferos y rancios. Caminan hacia las aulas como si fuesen a galeras, con grilletes de monotonía en los ojos, el lastre de una infinita desgana en las piernas, y en las manos una libreta amarillenta que parece sacada de algún yacimiento arqueológico. Una vez en el aula se sientan en el sillón y sueltan un refrito añejo, insípido y soporífero que transporta a los alumnos a un pasado remoto.

Con asombro constato que entre nosotros no faltan los que se les ha inflamado la cosa del título. Es muy contagioso y cursa con ansias vivas y fiebres de la tiza, lo que les obliga a hacer masters, cursos, cursillos, jornadas y encuentros donde den diplomas y se obtengan créditos. En sus casas los van archivando en carpetas manuscritas, que parecen ataúdes del sentido común. Todos los años, cuando llegan los concursos de traslados, abren los archivos y los títulos resucitan a lo zombi.

Como es de razón, me conmueven los docentes enfrascados en elaborar docenas de informes, fichas, programaciones, actas, e infinitos estudios de/para los alumnos que no quieren hacer nada. No levantan cabeza. Los más veteranos afirman que, poco a poco, se le va cogiendo el puntillo a la cosa de perder el tiempo y, después de veinte o treinta años, todos haremos como ellos y pediremos que no nos simplifiquen los trámites burocráticos, sino que nos los aumenten porque de otra forma no sabríamos que hacer con tanto tiempo libre.

También me desconciertan los principiantes en este difícil oficio, que al llegar por primera vez a un instituto y sentarse en las bancadas del claustro, les invade por los pies la sabiduría reconcentrada durante siglos en aquel templo del conocimiento, y sin quererlo, porque son humildes, se vuelven talentudos, se les aguza el ingenio, sacan polvo de debajo del agua y dan consejos a los docentes que llevan allí impartiendo clase diez o quince o veinte años.

Se hace notar el profesor Ciruela de turno, que espera su oportunidad para huir del Centro. Antes ha habido otros que se han marchado porque consideraron que el oficio de docente tiene escasa consideración social, o porque pensaban que esta profesión es poca cosa para lo que ellos valen, y los más, porque no soportaban a los alumnos. Incluso conocí a uno que desertó de la tiza cuando le dijeron que Enseñar es aprender dos veces. Un abigarrado surtido queriendo sacar la cabeza. Aunque es pública voz y fama que en cuanto estas personas abandonan las aulas se produce en ellas una transmutación o arrebato místico, y sin darse cuenta, como de sopetón, se convierten en expertos profesionales de la Enseñanza española, europea e internacional. Se les reconoce fácilmente porque dan masters, cursos y cursillos y, sobre todo, predican a sus antiquísimos y lejanísimos compañeros cómo tienen que dar las clases, que a fin de cuentas si los alumnos suspenden es porque no les motivan lo suficiente. Seguro que entre ustedes, señores asesores, se encuentra alguno.

Claro que los que me dejan boquiabierto son los profesores convencidos que ser buen docente es suspender hasta al apuntador.

-¡No hacen nada! ?exclaman ante el rastro de cadáveres que olvidan en las cunetas de las evaluaciones. Especialmente esos Azotacalles que se las dan de amigos de sus alumnos

Y como no, estoy pendiente de las autoridades educativas, siempre dispuestas a entregar la cabeza de cualquier profesor para la tranquilidad y el sosiego social. Basta que docena y media de padres o de madres se presenten gritando alguna reivindicación a las puertas de la Dirección Provincial de Educación -¡Dios no lo quiera!- para que el alboroto levante una espeluznante galerna de pelos de punta y sangre en los talones entre los aguerridos gladiadores de aquella arena, y en la resaca que provoca algún docente sale descabezado.

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