Entraba el otoño y los árboles parecían -desde el coche- pintados con óleo fácil y amarillo. La radio decía algunas interferencias, las mismas historias volvían de nuevo a ocupar el asiento de atrás y ella, de reojo, las miraba desafiante por el retrovisor esperando que yo bajase la ventanilla. "Son como las moscas ¿verdad?", trataba de explicar ella sin palabras. "Como esas moscas que cada año mueren y resucitan sin que nadie las quiera". Goteaba como orvallo sobre el césped cada uno de los sonidos que destilaban sus labios, como llovizna que empapa la tierra para que fueran germinando las semillas de paz que se pudrían en mis silencios.
"No fumes más, mi vida, que me estás matando en ti", insistía cada vez que me veía sacar un cigarrillo. La boca comenzó a saberme a palillo, las caries se desmandaron y me faltó tiempo para encenderlo echándole una amarillenta bocanada de humo contra la cara. Como siempre, me arrepentí por haberlo vuelto a pensar.
"Dice mi padre que no soy amable contigo, que te trato mal, ¿a que no, nene?" "Claro que no", respondía sumiso y obediente, confiado, sereno y convencido. "Claro que no". De nuevo se hicieron los silencios, las noches no se daban amanecidas, la voz de teléfono pasó a contestador, las palabras sonaban a metal y cada beso que soldaba nuestros labios unía el dolor de antaño con un incierto futuro que queríamos pensar no estaría del todo mal.
Hoy ella es azafata, yo escribo guiones surrealistas de culebrón.
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