La búsqueda permanente de la seguridad, por una parte, y del mantenimiento de la propiedad, por otra, ha llevado al ser humano a idear los más diversos artificios. Uno de los más antiguos ha consistido en un dispositivo que impide la posibilidad de ver lo que hay en el interior de un recinto, de entrar en un determinado espacio o de poderse llevar un bien en contra de la voluntad de quien lo dejó convenientemente depositado. Los candados desempeñan desde muy antiguo estas funciones y en algunos lugares generan un verbo que no escuché hasta que llegué a Salamanca: candar. La expresión "el río está candado", aplicable a aquellos días de frío severo en los que el Tormes se hiela, además de bella, da una dimensión mucho más melodiosa al término "cerrar".
Dentro de las diversas modas que ha ido introduciendo la sociedad viajera del consumo está la proliferación de actos reivindicativos demandantes del amor, la suerte, la felicidad. Eventos que, además, conllevan una simbología de permanencia a lo largo del tiempo. Algunas de estas prácticas están vinculadas con la tradición ancestral del peregrinaje, pero otras tienen un componente más contemporáneo, de lo pagano se pasa a lo religioso para volver, en un círculo que parece no tener retorno. Tirar una moneda al fondo de un estanque, colgar papelitos de un árbol, dejar un candado en un sitio inverosímil. A veces esos rituales son denostados por los agoreros que claman porque dicen que arruina la imagen del lugar escogido.
La semana pasada una noticia de apariencia intrascendente señaló que una barandilla de unos dos metros del parisino Puente de las Artes se había desprendido cayendo al Sena fruto del peso de los candados colgados que sellaban el recuerdo del compromiso de un amor eterno. Esta circunstancia, que no tiene nada de insólita habida cuenta de la pertinaz vigencia de la ley de la gravedad, me inquieta mucho en la medida en que quizá ponga en evidencia el peso de todo compromiso por muy inmaterial que sea como lo son los montones de promesas de amor cerradas. Pero, sobre todo, por el hecho de que cientos, quizá miles, de esas promesas de amor eterno selladas con un candado al desplomarse sobre las aguas primaverales del río han anticipado su fin, o, al contrario, ¿no sería su fin el que precipitó al Sena aquella carga excesiva de cerrojos de lo imposible?
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