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De baja laboral
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De baja laboral

Actualizado 15/06/2014

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Ni siquiera el Nurofen 400 suaviza la tamborrada cerebral. El pobre ya no se atreve con la Aspirina porque su estómago no está preparado para soportar el ácido acetilsalicílico, y apenas hace una semana que se le acabó el Adiro. Además, en caso de que su creciente úlcera se viese atacada por semejante bomba farmacéutica, el Almax no tendría ningún efecto. Estaba comprobado.

No era la primera vez que un exceso nocturno de alcohol y tabaco le cosía a las sábanas durante todo el día. Pero hoy, precisamente hoy, le habían llamado del trabajo para incorporarse de nuevo al puesto del que le habían despedido por absentismo laboral. El motivo: "escaso rendimiento asociado a una baja continuada por enfermedad". Su fama de hipocondriaco se había extendido por la oficina como una mancha de aceite hasta colarse bajo la puerta del jefe supremo. Fue entonces cuando por medio de una carta austera, seca y concisa se le comunicó el despido del que tanto hablaban sus compañeros en su intento por animarle y sanarle de sus innumerables males y dolencias.

Una mascletá de petardos le reventaban internamente las sienes. Apagó el cigarro mientras se juraba no volver a fumar hasta que la banda municipal de tambores y cornetas que se alojaba en su encéfalo acabase el repertorio. A duras penas se arrodilló junto a la bañera y abrió el agua fría para refrescarse la cabeza. Ni por esas. Las ganas de vomitar se agolpaban en su garganta librando una cruenta batalla con un desconocido dolor en el tobillo. No había reparado en él, sólo sentía unas ligeras molestias que achacaba al cansancio y la caminata de toda una madrugada peregrinando por garitos de toda índole. Sin embargo, a medida que la sangre iba depurando y asimilando la ingente cantidad de anestésico ingerido, aumentaba el dolor.

Precisamente le tenían que llamar hoy. Justo el día después de la celebración. No era justo, pensaba al mismo tiempo que el sonido de la máquina de afeitar se le clavaba, como en una sesión de acupuntura, en algún lugar de su encéfalo y en un punto localizado del tobillo.

Tenía que ir. Les había dicho que sí, que estaba bien, que llevaba una semana sin ningún tipo de malestar, que el médico había certificado su capacidad para desempeñar el trabajo de oficina, para sentarse frente al ordenador y teclear millones y trillones de verdes y parpadeantes números digitales que se prendían en su retina para todo el día y que sólo se borrarían con el cóctel olvidado a base de colirio y manzanilla. No podía fallar. Esta vez no.

Y dirigió sus pasos, decidido, a ocupar su ventanilla de funcionario.

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