Nosotros vivimos en un espacio, en donde la agricultura ha sido la base del sustento de nuestras familias y de nuestros animales. Hemos sido, fundamentalmente, agricultores y ganaderos, pero, sobre todo, nuestra actividad principal estaba centrada en el campo, en el terruño. Y el campo, que siempre vive a la intemperie, está sometido a los caprichos de la naturaleza, que son muchos y, a veces, esos antojos son crueles y poco condescendientes. Por esta razón, el hombre tuvo que buscarse un protector, un custodio, alguien que calmase la furia y la agresividad de la naturaleza; alguien, que, de cuando en cuando, le cantase las cuarentas. Y, en su rastreo por el Olimpo, eligió a una bella mujer de nombre Ceres, apelativo que procede de "ker", crecer. A esta hermosa señora, la designa como diosa de la agricultura, de las cosechas y de la fecundidad. Esta matrona fue quien enseñó a los hombres el arte de cultivar la tierra, de sembrar, de recoger el trigo y de elaborar el pan. Como ella sola no podía atender tantas labores, escogió a doce dieses menores, que le echasen una mano; así Vervactor se hizo cargo de los barbechos; Reparator, de preparar la tierra; Imporcitor, de abrir los surcos, o sea, de ararla; Insitor, de la siembra; Obarator, del arico; Occator, de la poda; Sarritor, de la escarda; Subruncinator, de la maduración; Messor, de la cosecha; Conuector, del acarreo; Conditor, de llevarla a la panera; y Promitor, de su distribución. Parece una paradoja, pero es así: todas esas tareas especializadas, con el tiempo y con los años, un solo hombre las ha venido realizando con todo el esmero y eficacia; es cierto que el hombre no aventajó a los dioses del Olimpo en pasiones y virtudes, en cambio sí, a la hora de llevar a cabo trabajos y sudores.
Y metidos en terreno cristiano, el hombre buscó cobijo en el santoral y en la magia. Y ahondando en nuestra historia más cercana, el agricultor se sometió al amparo de san Gregorio, de san Marcos y a la plegaria por los buenos temporales del Lunes de Aguas. Estas misas y procesiones rogatorias iban siempre presididas por la imagen del Cristo de la Capilla, y corrían de cuenta del Ayuntamiento. Ya, en nuestro tiempo, esta costumbre se perdió y en lugar de la Cruz, se sacaba la imagen del Niño con una rosca de cinco ojos. Ya entrado el siglo XX, los agricultores de faz patria se ampararon en san Isidro, el Santo madrileño, que aliado con el ángel, se la pegaba a Juan de Vargas, su amo.
A pesar de los rezos y liturgias, la naturaleza no se da por enterada y, cuando le peta, echa agua a cántaros y anega terrenos y mieses, o se envuelve en niebla y reviene la granación, o una tormenta se ensaña con los sembrados. Así un año sí y otro también. El labrador vive en una permanente quimera, hasta tal punto que hubo años en que no tenía ni simiente para la siembra ni para pagar la renta ni los impuestos, ni pan que llevarse a la boca; e intentaba solucionar su perra situación, acudiendo al censo, que, en aquellos años, posibilitaban las órdenes religiosas, que andaban desahogadas debido a sus ricas y protegidas haciendas y a la administración de capellanías y fundaciones; pero su infortunio inclemente era tal y tan frecuente que no encontraba remedio a tanto pago, y abandonaba, se echaba a los caminos y se hacinaba en los suburbios de las ciudades o se socorría de la mendicidad.
Y ante tanto desconcierto canicular, que no había plegaria que lo controlara y regulara, el agricultor ha tomado la medida institucional de secularizar el santoral y la magia e implantar la PAC y el seguro agrario, que si no le alivian del todo, al menos le facilita un respiro, que le sirve de cirineo.
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