De un presidente norteamericano escuché una vez un chiste que decía que era incapaz de mascar chicle y pensar a la vez y que, además, cuando se ponía a caminar tenía que dejar de mover la mandíbula. Está ácida broma concentra su vitriolo en el denuesto de la persona referida alejándose, por otra parte, de la realidad que queda distorsionada. Fuera de la burla, se sabe de sobra que el ser humano es capaz no solo de hacer tres cosas a la vez sino muchas más. En un mundo tan complejo como el de hoy esa situación es explícitamente más evidente si cabe. Los cambios importantes en el quehacer de todos así como en las relaciones sociales son una evidencia palmaria de ello. Hay nuevas formas de interacción que se articulan entre la gente impensables hace apenas un puñado de lustros.
En la actualidad es muy raro hallarse en una reunión, o incluso en una conferencia, donde los asistentes no estén simultáneamente conectados con el mundo de afuera de la sala mediante sus móviles de última generación o de sus tabletas. Conexiones que no son solo unívocas pues la posibilidad de tener abiertas varias ventanas permite mantener a la vez numerosos contactos. Como ocurre en las aulas cuando los estudiantes, según toman sus notas en sus ordenadores o similares, no solo pueden al mismo tiempo estar confirmando que la información suministrada por el profesor es la correcta, sino que, paralelamente, mantienen apasionadas tertulias con sus conocidos de las comunidades virtuales que construyen las redes sociales.
Todo ello me genera a veces una contradictoria congoja. Entiendo que la revolución en las comunicaciones basadas en el desarrollo de nuevas tecnologías es imparable, así como también conozco la plástica capacidad del cerebro humano que le hace capaz de afrontar múltiples focos de atención al unísono. Sin embargo, la desolación me invade al pensar que si cuando hablo con alguien mi interlocutor, que a la vez mira de soslayo ?cuando no sin recato alguno- a su móvil o a su tableta, me estará realmente escuchando por mucho que mueva su cabeza con gestos de aquiescencia. Ahora bien, ¿qué seguridad tenía yo en el pasado, cuando la telefonía móvil no existía, de que aquel grupo silente de estudiantes que fijaban sus ojos en mí me estaba realmente escuchando?
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