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El semáforo asesino
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LA MOSCA COJONERA

El semáforo asesino

Actualizado 10/06/2014
Luis Gutiérrez Barrio

El hombre, apoyado en sus dos bastones, caminaba con mucha dificultad. Su espalda corva le dificultaba mucho el levantar la mirada para poder ver lo que tenía delante de él. Por eso, de vez en cuando, se detenía en su lento y penoso caminar, respiraba profundamente, levantaba la cabeza, comprobaba que el camino estaba expedito y seguía su lento peregrinar.

Eso fue lo que hizo cuando estaba cerca de la calle que tenía que atravesar. Se fijó especialmente en el semáforo. Este, en su cuenta atrás, marcaba 95? 94? Nuestro hombre pensó, que a pesar de sus muchas dificultades, tenía tiempo de sobra para cruzar la calle. - ¡Más de minuto y medio! ? pensó, - me sobra tiempo -, y se lanzó a la aventura de cruzar la calzada. La mirada puesta en la pequeña superficie que se abría delante de sus pies. Aquel reducido espacio era cuanto necesitaba ver para poner el pie en lugar seguro, en cada uno de sus pasos. La mente la tenía en otro lugar, en sus recuerdos de muchos años atrás, cuando joven y vigoroso recorría las calles de la ciudad con andar ligero y ágil, acompañado de su mujer, a la que tenía siempre presente en sus paseos.

Habría recorrido dos o tres metros cuando todos los peatones empezaron a aligerar el paso, algunos incluso corrían. Los coches, situados a un lado y a otro del paso de peatones, formando un pasillo como si estuvieran rindiendo homenaje a los que por allí circulaban, rugían cada vez con más fuerza. Un autobús impresionaba con su balanceo, dando la impresión que de un momento a otro se lanzaría sobre los viandantes. Un coche bramaba con tal fuerza que los peatones, atemorizados, se apresuraban por ganar la otra orilla lo antes posible. El conductor tenía la mirada fija en el semáforo, el cual, en su diabólica cuenta atrás, y sin que nadie supiera el motivo, había pasado de noventa, a nueve, ocho? siete? seis? lo que había provocado la inmediata evasión de todos los peatones, excepto nuestro hombre, que ante la imposibilidad de acelerar el paso, por un lado, y la tranquilidad y seguridad que la cuenta atrás del semáforo le había proporcionado, no entendía aquella desbandada.

De repente la cuenta atrás del semáforo llegó a su final. Nuestro hombre se quedó completamente solo en medio del paso de peatones, escoltado por un lado y otro por los amenazadores rugidos de los motores. El conductor del más rugiente de los coches, el de la mirada fija en el semáforo, cuando vio el final de la cuenta atrás, hizo rugir, aún con más potencia, el motor de su vehículo e inmediatamente soltó las riendas y salió como un caballo desbocado, con tal velocidad que no tuvo tiempo de ver a aquel anciano impedido. El golpe fue brutal, sonó de tal forma que todos los viandantes dirigieron su mirada al lugar del suceso, el chirriar de las ruedas al frenar se mezcló con aquel terrible sonido. Enseguida el anciano se vio rodeado de gente, que le miraban sin saber qué hacer. Ahora le veían, ahora se daban cuenta de su debilidad, de sus muchos impedimentos para poder andar. La gente comentaba, - Pobre anciano- - Está muy mal ? decía otro. El hombre, levantó su mirada por última vez, miró uno a uno los rostros de las personas que le rodeaban, pidiéndoles comprensión. De su garganta salió un último hilo de voz que decía ochenta y cuatro? ochenta y tres? ochenta y?

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